Hola, amigos de steemit. Hoy estoy publicando un fragmento de una novela inédita y todavía en proceso de escritura. Tiene como título provisional "El médico militar". Está ambientada en 1827, tres años después del final de las guerras de independiencia latinoamericanas, cuando aún se vivía toda clase de conflictos políticos, sociales y militares. No ha cambiado mucho la situación doscientos años después. Espero que les guste, y si no, también pueden comentármelo.
La historia del asesino
La hija del hacendado anunció su intención de abandonar la sala. Debía, dijo, atender asuntos de la hacienda. El teniente y yo nos pusimos de pie, respondiendo a unas reglas de cortesía que no sabíamos si seguían vigentes. En los tiempos antiguos, pensé, todo estaba reglamentado y establecido en un orden fijo e inmutable, a cada situación y a cada actitud correspondía una expresión, un gesto, hasta un sentimiento; pero estos son días extraños; nos aferramos a las formas de una cortesía y unas jerarquías que ya perdieron su razón de ser y lucimos marchitos y débiles, como actores que han olvidado sus parlamentos pero que no pueden abandonar la escena. Tal vez en ese momento veía de verdad, por primera vez, a la mujer que nos había acompañado sin apenas pronunciar palabra. Vi sus ropas viejas y limpias y remendadas con decoro y habilidad. Vi su rostro sin afeites en el que la primera juventud ya se había marchado, pero que conservaba intacta su belleza, acaso acrecentada por la mirada seria y la sonrisa disimulada permanentemente en las comisuras de sus labios, como si a pesar de las dolorosas enseñanzas de las calamidades y la ruina, un espíritu amable y risueño perdurara inmutable en ella.
Medía hora después seguíamos instalados en el desvencijado salón, ahora solo los hombres, tomando en pequeños vasos de vidrio grueso un licor que don Carlos afirmó haber traído de su exilio. Era dulce y se subía rápido a la cabeza.
–De aquí partimos cuando la situación se hizo insostenible –dijo inclinándose hacia adelante en el asiento como si quisiera asegurar nuestra atención, que, por otra parte, tenía íntegra–. Era sólo cuestión de tiempo antes de que Monteverde volviera su vigilancia hacia los que estábamos fuera de Caracas pero bajo su influencia. Las detenciones y torturas eran cosas cotidianas. Fuimos a Cumaná, donde teníamos familia y las fuerzas patriotas aún se sostenían, aunque precariamente, y de allí embarcamos a Trinidad. Como pueden suponer, Puerto España estaba lleno de venezolanos. Además, también abundaban los franceses que venían huyendo de la revolución en Haití, pero esa es otra historia. Y pronto llegaron, también los agentes españoles. Bueno, llegaron más agentes españoles, porque la verdad es que siempre habían estado allí, desde que la corona española vendió la isla a los británicos. Las autoridades inglesas nos soportaban a todos con desconfianza; halagando a unos y despreciando a otros, y luego cambiando de parecer y los antiguamente vejados pasaban a ser consentidos y los halagados antaño se convertían en parias, sin que se pudiera saber nunca a qué se debía la diferencia en el trato. Lo mismo te recibía el gobernador un día en su propia casa y al siguiente la policía te hacía pasar muy malos ratos. Así con todos, patriotas y espías realistas, que, como comprenderán, no eran españoles en su mayoría, sino venezolanos. Gente devota del rey, algunos; pero la mayoría no eran más que mercenarios capaces de delatar a su madre y estrangular a sus hermanos si les pagaban suficiente. Conocí bien a uno de ellos y, tal vez me esté mal decirlo, llegué a cobrarle afecto. Claro que eso sucedió antes de conocer su historia, cuando no era para mí más que un compatriota en desgracia.
“Este hombre de quien les hablo no era un recién llegado, sino uno que había servido desde muchos años atrás a las banderas del rey en las tareas más innobles que se pueda imaginar. Resulta difícil de creer, pero les puedo asegurar que fue quien, en 1800, asesinó a Manuel Gual, aquel equivocado precursor de nuestra independencia.
Reprimí una exclamación de asombro, pero el teniente hizo saber su perplejidad con una expresión indecorosa, lo que lo llevó a ofrecer sus disculpas a nuestro anfitrión. Losada quitó importancia al asunto con un movimiento de la mano derecha.
–Sí –continuó–, han pasado veintiséis años desde aquel asesinato y mucha gente lo ha olvidado. Ustedes mismos eran demasiado jóvenes para entender los sucesos en toda su magnitud. Sospecho que el teniente ni siquiera había nacido. Cuando llegué a Trinidad y conocí al asesino, sólo habían transcurrido doce años. Ni Gual ni José María España, su compañero de conspiración, gozaban de simpatías entre los mantuanos de Caracas por su estúpida obsesión con la igualdad social. Su movimiento estaba infestado de pardos y mulatos y de esa misma gente vino la delación que dio al traste con su conspiración. No se podía esperar otra cosa de una gente que tiene sangre de esclavos en las venas. La falta de escrúpulos es proverbial entre los pardos y los negros; actúan sólo por lo que les conviene. ¡No olviden a Boves y sus hordas salvajes! Pero aun así, el suplicio de estos venezolanos me conmovió.
–¿Cómo llegó a tratar al asesino? –preguntó el teniente, dando a su voz un entonación de conversación casual que su rostro desmentía.
–De una manera bastante simple –continuó Losada–. Tocó a la puerta de mi casa buscando trabajo. Mis intereses en Trinidad eran modestos, pero requerían la contratación de algunos trabajadores. Un día se presentó un hombre de aspecto lamentable. Dijo ser venezolano, oriundo de Carora. Tenía muchos años viviendo en Puerto España y las cosas le habían ido mal en los últimos tiempos. No era necesario que lo afirmara para notarlo. Estaba a la vista de cualquiera, no sólo por sus ropas desastradas, sino por la mirada huidiza y acobardada de quien ha desertado de todas sus esperanzas. Me pude dar cuenta de que no era sólo la indigencia la responsable del temor que albergaba su corazón, sino una causa mucho más profunda. Me produjo una compasión instantánea, y una desconfianza similar, pero decidí mantenerlo a mi lado porque intuí que podía ser rencoroso, y quizás peligroso, a pesar de la humildad que su trato sugería. Lo que no sospeché en ese momento era que también podía ser agradecido hasta la devoción. ¡Cuántos hombres malvados no expresan sus ansias de arrepentimiento no en los brazos de la religión sino en la fidelidad hacia quien los ha socorrido en un momento de necesidad! Durante un par de años tuve la oportunidad de probar su honradez, pero no sé si llamarla así. En todo caso, creo que trataba con sinceridad de hacerse perdonar sus pecados.
–Un asesino honrado –dijo el teniente–, esa es una novedad para mí.
–Era también, lamento decirlo, un gran bebedor. Cumplidos los dos años de trabajo, cayó enfermo. Estuvo ausente varios días y mandé preguntar por él. Me informaron que no podía levantarse de la cama. Una tarde fui a visitarlo, no sé muy bien por qué. Como dije, le habría tomado afecto. Supongo en el hombre me provocaba curiosidad y simpatía al mismo tiempo que cierto vago horror. Un horror, déjenme aclararles, inmotivado, sin ninguna causa tangible, porque yo hasta el momento desconocía su historia.
“Luego de indagar entre quienes lo conocían, fui a su casa, una vivienda miserable en una calle miserable de Puerto España, en la que vivían en confusión intolerable negros y blancos. Quizás saben que en Trinidad la población blanca es pequeña, casi minúscula en comparación con las gentes de color. En la calle de la que les hablo se mezclaban blancos, negros y mestizos. Niños desnudos salían de todos los portales, mujeres desdentadas limpiaban pescado a la puerta de sus casas, hombres de todas las nacionalidades y todos los aspectos se dedicaban a ocupaciones misteriosas.
“El muchacho que me guió me dejó junto al lecho mismo del enfermo luego de subir una escalera oscura que olía a cosas que no quiero mencionar y de atravesar una sala vacía como no fuera por una silla despatarrada y una mesa coja. La habitación tenía una ventana cubierta por una cortina traslúcida; alguna vez había sido azul y un resto de ese color perduraba en sus fibras. Era la única cosa alegre en aquel antro. Me senté en el lecho. No había otro sitio donde hacerlo. Le pregunté cómo se sentía y si ya estaba dispuesto a volver al trabajo. Trataba de animarlo, porque en verdad su aspecto era terrible. De sus ropas de cama se elevaba un olor pútrido que llenaba toda la habitación. Su rostro lucía horriblemente hinchado, enrojecido, como un tomate demasiado maduro a punto de reventar. Me sonrió con esa tristeza de los moribundos que es capaz de partir el alma más endurecida.
–De aquí sólo iré a pagar por mis pecados, don Carlos –me dijo.
“Fue entonces cuando me hizo la terrible revelación. Al principio me costó aceptar lo que me contaba, incluso estuve dispuesto a achacarlo a un delirio provocado por la fiebre. Poco a poco me fui convenciendo, a medida que los detalles comenzaban a encajar unos con otros. Desde hacía muchos años, me dijo, se dedicaba a proporcionar información de distinta naturaleza a los agentes españoles que vivían en la isla.
–No tengo tiempo de narrarle mis desventuras, pero con ellas podría rellenar un libro, continuó. Dijo rellenar y no llenar, como si un libro fuera un pastel o un pavo. En fin, no era un hombre culto. Durante años sirvió a la corona en pequeñas tareas: recoger habladurías, incitar a algún descontento. Cosas así. Hasta que le encargaron una misión verdaderamente importante. Primero debía hacerse amigo de Manuel Gual, que había huido de Caracas luego de su fallida conspiración, y averiguar todo lo que pudiera sobre otros miembros de su sedición que aún no hubieran sido descubiertos en Venezuela. Llevó a cabo lo que se esperaba de él, pero los resultados fueron decepcionantes. Gual era un hombre reservado; aunque confiado por naturaleza, la reciente traición lo había vuelto más precavido con sus palabras. Debía sospechar que lo espiaban. Cuando se hizo evidente que nada importante surgiría de escucharlo y anotar sus palabras, mi hombre, si me permiten llamarlo así, recibió la orden de asesinarlo.
“Era lo más importante que alguna vez se le hubiera encomendado y estaba emocionado y embargado de una verdadera sensación de orgullo. Además, le prometían una recompensa importante que le permitiría vivir con ciertas comodidades. No tanto como para que no tuviera que volver a trabajar, me aclaró, pero sí para resolver dificultades por las que en ese momento atravesaba. El método para cumplir la misión quedaba en sus manos. Desde ese momento, los agentes españoles que eran sus jefes redujeron sus contactos. Estaría solo con su víctima.
“Estudió varias posibilidades. Esperar a Gual en una calle oscura y acuchillarlo, favorecido por el hecho de que éste solía regresar solo a su casa después de mantener largas conversaciones con otros conjurados era, quizás, lo más conveniente. Disculpen si estos detalles resultan demasiado horribles. Trato de contarlo como él me lo transmitió a mí, y aunque parezco impasible ahora, hubo más de un momento en que pensé, alternativamente, salir corriendo de allí, negándome a escuchar nada más, y estrangularlo y acelerar su muerte. Al final no hice ni una ni otra cosa.
Losada guardó silencio durante un largo minuto. Se sirvió tres dedos más del empalagoso licor y los bebió de un solo trago.
–Sí, acuchillarlo era lo más simple, pero descubrió una dificultad insalvable. ¡Era un cobarde! No podía enfrentar a un hombre solo y desarmado con la suficiente presencia de ánimo para llevar a cabo lo que se proponía. Durante dos noches seguidas esperó a su víctima en un callejón siniestro con el cuchillo en la mano temblorosa, en la oscuridad de un portal, y por dos veces lo vio alejarse indemne hacia la seguridad de su casa. Esta revelación de sí mismo lo llenó de asombro y lo sumió en cavilaciones profundas. Finalmente se decidió por un método que presentaba menos riesgos para su propia seguridad.
“El veneno era fácil de aplicar. Una vieja esclava curandera le proporcionó lo que necesitaba. Bastaba con tener acceso a la casa de Gual y entonces se presentarían las ocasiones. Ya había estado una vez, cuando su misión era cultivar su amistad, pero no había pasado más allá de la sala de las visitas, y luego Gual se había distanciado. No llegó a contarme los detalles de su acción; algo he adivinado y otro tanto he supuesto. Sentía que el tiempo se le acababa y continuamente se perdía en divagaciones y recriminaciones hacia sí mismo por la vida que había llevado. Es casi seguro que contó con la colaboración, quizás inocente, de una cocinera poco escrupulosa con las cosas de su amo. Tal vez él mismo logró administrar el veneno en una botella de licor como ésta que ahora nos deleita. Lo cierto es que estos venenos nunca hacen efecto tan rápido como las novelas nos hacen creer y mientras Gual moría con lenta agonía, él tuvo tiempo de abandonar Puerto España por un tiempo. Aunque a las autoridades inglesas no les hacía gracia el asesinato en sus fronteras, no pusieron demasiado empeño en la investigación y su nombre nunca se escuchó en boca de los policías.
“Se dirigió al otro lado de la isla, donde las montañas del centro de Trinidad ocultan la tierra venezolana, a una aldea de pescadores donde todavía quedaban restos de los habitantes primitivos que encontró el capitán Berrío y, como ellos, durante un tiempo que consideró prudente se dedicó a la pesca. Fue en esa pequeña aldea donde comenzaron a perseguirlo los remordimientos. Incluso entre aquellos hombres y mujeres rescatados de un pasado inconcebible llegaron las noticias del cruel asesinato y de la espantosa agonía de Manuel Gual. Comenzó a beber y continuó haciéndolo durante los siguientes catorce años. Cuando lo conocí no era más que un despojo del vicio, es cierto, pero era sobre todo una víctima de su conciencia y su debilidad. Otros hombres han cometido infamias tan terribles como aquélla sin que su sueño se vea perturbado.
“En algún momento creyó que hablaba con un sacerdote y me pidió los santos óleos. Le expliqué quién era yo.
–Sí, sí, –me dijo–. Perdóneme.
–Y no sé si se refería al pecado por el que se había condenado o a la confusión de identidad. No pude soportarlo más. Me despedí con palabras torpes, prometiéndole que le enviaría un médico y, si lo consideraba necesario, también un sacerdote. Me miró con ojos que veían más allá de mí y no me respondió. En mi pecho luchaban la indignación que sentía ante el asesino de un patriota, de un hombre tal vez equivocado, pero guiado por la nobleza, y la compasión por el moribundo, por el simple mortal que se debatía con sus terrores más ancestrales. Confieso que ganó la compasión. Al salir de la habitación inmunda busqué un médico y un sacerdote. Ambos llegaron tarde.