Amor de marinero en tierra /
por @antoaristi
Las historias o los cuentos oídos en nuestra vida son incontables. Y aunque casi siempre a la historia se le recuerda al mismo tiempo que al que nos la contó, a veces resulta que no. Entonces el diablillo de la impaciencia, advertido de nuestra incapacidad memorística, sugiere, en su malhumorado tono de siempre, que se invente al juglar. Que así se tienen dos filones para la fábula: la de la historia original, víctima de nuestros aditamentos, y la del que nos la contó, figura que podemos proponer de entre los recuerdos más entrañables de la niñez, que son los más cercanos a la atmosfera marinera. De esta extraña mezcla es este cuento con un final algo trágico, pero no tanto.
No recuerdo si lo oí en una de esas conversaciones donde se trata de matar el tiempo entre chistes mientras se saborea una cerveza; o si fue una historia referida por alguno de esos pescadores conocidos durante mi infancia, de los que se embarcaban en grandes pesqueros y surcaban el Caribe en torno a sus islas para recalar a Puerto Sucre, dos o tres meses después, con un enorme fajo de billetes en sus mochilas.
Tiendo a creer más en la segunda posibilidad pues uno de estos personajes, vecino de mi barrio, cuando llegaba del mar nos invitaba a mí y a otro amigo a escuchar una enorme colección de discos en 45 revoluciones, que tocaba en un viejo pick up puesto a todo volumen en la acera de su casa, mientras enviaba por cervezas a la bodega más próxima. Y en eso estábamos hasta que nuestro anfitrión quedaba como una cuba y nosotros, tan borrachos como él, nos encargábamos de llevarlo a la cama entre sus murmullos incomprensibles en los que a veces se podían entender palabras sobre la amistad y su diferencia con el amor de las mujeres. Por entonces sufría de un desengaño.
Era mucho mayor que nosotros y gustaba de hablar de sus experiencias. Si nos invitaba era porque estábamos dispuestos a oírle sus interminables narraciones y a beber polares sin pausas, una detrás de la otra. Creo que fue él quien contó este singular relato porque, precisamente, cada vez que lo recuerdo, junto a sus extraños pormenores evoco su voz, antes de emborracharse, contando esta y otras peripecias de sus viajes por mar. En todo caso, no es un relato creado por mi imaginación ni leído en alguna parte. Cumplo pues con registrarlo antes de que pase al olvido, como corresponde a un cronista. Eso sí, dejando sea la propia versión de Pedro Manuel, aquel marinero, la que se cuente a sí misma.
La mayoría de las campañas de pesca son días monótonos donde cumplimos con las faenas de a bordo esperando encontrar los cardúmenes. Estar a mar abierto es bueno si tienes compañía; pero puedes llegar a aburrirte si no estás acostumbrado. Lo más malo para mí eran las noches, cuando tenía que dormir, porque en los camarotes, en contraste con la cubierta, casi siempre hace calor. Y yo sí es verdad que sufro de calor. Ese es uno de mis lados débiles. Fíjense que los marineros, cada uno de ellos, cargan con objetos que los distinguen. Unos son fanáticos de sus radios sintonizadores. Otros de sus mochilas. Y algunos incluso pueden estar chalados por las gorras o la ropa importada o los yesqueros de lujo. Yo, por los ventiladores. Sin uno no puedo estar. En el barco a lo mejor no me distinguían por mi nombre, pero si por el objeto: ¿El del ventilador? Ah, sí, el caigüireño.
De allí que, aunque en los barcos no suelen aceptarle tantos bártulos a los marinos, llegué a un acuerdo con el patrón del pesquero y me permitía un ventilador pequeño entre mis cosas, de suerte que si había que pernoctar en una de esos calientes lugares de la costa caribeña, podía dormir plácidamente con ayuda del aparato. Y hasta se le podía adaptar una batería, que en la embarcación siempre había suficientes, cuando la planta de a bordo no funcionaba.
Por entonces comenzó todo a salirme mal y hasta los ventiladores que compraba me duraban casi nada, como el amor de las malas mujeres. Puedo decirles, muchachos, para darles una idea, que en un solo año, si se hacían cuatro campañas, debía comprar uno por vez. Hasta que el patrón, con quien había conversado el asunto, me ofreció en venta uno que él había traído de Miami. Cógelo por cuatrocientos, me dijo y, aunque más caro que los otros, me gustó el bichito. Era más pequeño, pero se veía fuerte con su forma de enano reluciente, su corona negra cubriendo las aspas también plateadas y sus patas dobladas hacia atrás, como arrodillado. Con ese sí que fue verdad que no había nada que hacer: funcionaba con viento o con calma chicha; con frío o calor; con lluvia o sol. Y yo contento con mi bichito.
Vamos que ya llevaba con él unos cuatro años y me toca un tiempo en tierra y se me ocurre traerlo para la casa porque el de aquí no estaba funcionando. Nunca antes lo había sacado del barco. Ya en la casa empezó a comportarse raro. La primera vez que lo puse a funcionar empezó a deslizarse hacia mí. Vamos a ver, dije, debe ser que en el piso hay un desnivel. Agarré un nivel y no: el piso estaba recto. Volví a observarlo. Me quedé allí mismo para ver si volvía a moverse. Nada. Se quedó quieto echándome fresco, como alegre de sentirme tan cerca. Pero entonces me alejo de él y comienza a moverse. Casi me caigo para atrás. Yo me movía hacia él y se quedaba quieto. Pero si me alejaba, me seguía. Qué vaina con este bichito. Era como un marinero en tierra al que le diera miedo estar solo. Llegó un momento en que yo estaba lejos y se movió hacia mí con tanta fuerza que sacó el enchufe del tomacorriente. Esta si es vaina. Se me ocurrió ponerle un cable bien largo y así podía seguirme por toda la casa. Y yo estaba contento porque iba echándome fresco. Si me sentaba en la sala en estos mediodías de tanto calor, él se me acercaba y me refrescaba. Si me ponía a cocinar, entraba a la pieza. Si me alejaba por el pasillo, iba detrás de mí y sentía su frescura en la espalda. El asunto llegó al extremo de que tenía que bañarme con la puerta del baño abierta, porque el bichito una vez que me metí allí se pegó de la puerta y hacía un ruido agudo y no se quedó quieto sino hasta que la abrí y él pudo dirigir su corriente de aire hacia adentro. Creo que odiaba no estar cerca de mí.
Pero un día –casi lloro cada vez que lo recuerdo— tuve que salir apresuradamente a la calle. Ordinariamente me aseguraba de cerrar la puerta al hacerlo. Primero lo sentía tocarla con su corona, pero luego ya sabía que debía quedarse y entraba en velocidad mínima para esperarme. Pero esa vez --la Virgen del Valle me perdone—, sin querer dejé la puerta abierta y se salió. Vamos que cuando ya había atravesado la calle hacia las casas de aquel otro lado de donde me habían llamado, no recuerdo quien ni para qué, oigo detrás de mí un frenazo y volteo. Un carro me lo mató. Corrí, pero fue inútil: la caja del motorcito estaba despanchurrada, la corona, desprendida y horriblemente doblada. Sólo las aspas se movían y para más dolor parecían decir en sus últimas vueltas: Adiós, adiós, adiós.
*@antoaristi (Luis Aristimuño). Nacido en Cumaná, en 1952. Profesor de Literatura, jubilado de la Universidad de Oriente, Venezuela. Columnista en diarios de la región y medios digitales. Narrador. Ha publicado los libros de relatos Voces (1990) y Los ojos del ángel (2005), y la novela digital Los restos del Rey Zamuro (2017, Amazon). Observador de la política como fenómeno social.