Sirenas. Periplos, Revista de Arte y Literatura. Nro. 1

Banner Periplos con logo letras vainilla.png

Sirenas /

por @ramhei-textual*

A las doce del mediodía, cuando las Ruiz volvían ese sábado del río por El Chispero, todos parecían estar sumergidos en una atmósfera vaporosa y espesa que adormecía tanto el cuerpo como la mente, haciendo que cada persona se moviera con la lentitud propia del estado de sopor. Las Ruiz, por su parte, caminaban risueñas y vigorosas en un espacio acuático creado por la humedad que conservaban sus ropas y la despreocupación natural de sus gestos, articulados de tal forma que sus extremidades simulaban oleajes tranquilos y seductores. Las tres mujeres, morenas y corpulentas, parecían tener la misma edad a pesar del intervalo de tres años que mediada entre el nacimiento de cada una. Tenían miradas profundas y luminosas como la de su padre, un pescador. El resto de ellas eran rasgos de la madre que variaban según la hija; además de la belleza indiscutible y una fuerza de carácter tempestuosa, la herencia materna incluía un aire enigmático fundado en las habladurías que se transmitían de patio en patio por todo el pueblo.

Siendo una mujer esquiva, desconocedora de las costumbres del lugar al que el pescador la llevaba y desacostumbrada a relacionarse de la forma en que allí se hacía, la mujer del pescador se ocupaba tan solo de su casa, su marido y de las hijas. Por no mostrar interés en darse a conocer ni conocer a los demás, se generó un sinfín de historias sobre el proceder de la recién llegada y de la manera en que esta conoció al pescador. Se idearon tantas hipótesis que, en una especie de selección que tenía por criterio encontrar la explicación más fantástica, terminó aceptándose la más maravillosa e ilusoria de todas. Así se le dio origen náutico a la mujer evasiva del pescador, que lo rescató de ahogarse en medio del mar y, enamorándose de este, decidió abandonar las profundidades e irse a un lugar en el que no podía siquiera comunicarse. En las noches en que el pescador se ausentaba por su trabajo, la mujer cantaba hasta pasada la medianoche; cuando el esposo volvía, se encargaba ella misma de limpiar la pesca que el esposo traía consigo. Salía únicamente al río a reencontrarse con su elemento, casi diariamente. Los ojos curiosos que las veían pasar hacia el río, aseguraban haber visto que en sus piernas brillaban escamas cuando el sol se posaba sobre ellas.


Fuente

Los rumores, a pesar de haber muerto la madre, se prolongaron con el crecimiento de las hijas, que también iban al río con las piernas salpicadas de escamas y cantaban a viva voz las noches en que el pescador permanecía en el mar. Los ojos ajenos parecían estar interrogándolas siempre, preguntándoles insistentemente por sobre la naturaleza de su intimidad y el encanto impreso en su conjunto. Ese sábado, cuando atravesaban la tercera y última cuadra de El Chispero, la vieja Martina dejó de menear la jalea de mango que burbujeaba en una de las hornillas encendidas de su cocina y se asomó a la ventana tratando de buscar la mínima brisa que pudiese refrescarla; al verlas, la turbación del calor mutó en su rostro por el desagrado y temor que le producía la presencia de las tres muchachas, más por el desconocimiento de sus esencias que por el sentimiento general que producían. Carmen Luisa, la mayor de las tres jóvenes, fue la única que notó el peso tortuoso de la mirada rancia que con frecuencia acosaba sus pasos en ese tramo; apresuró la marcha pensando que, al evitar los ojos parcialmente opacos y el rostro contraído de la anciana sudorosa, el malestar de ánimo que se produjo en ella desaparecería, o al menos sus hermanas no sentirían la incomodidad de la culpa no identificada ni merecida. Carmen Luisa no salió de sus cavilaciones hasta las dos de la tarde cuando, sirviendo el almuerzo a su padre y hermanas, llegó un rumor de estampida y de palabras dichas entrecortadas provenientes de la calle; entre jadeos y gritos lo único que se podía entender estremeció a la familia entera e hizo que todos voltearan hacia la puerta. Había, según se escuchaba, un ahogado.


Fuente

En ambos bordes del río la gente se amontonaba, sin atreverse nadie a tocar las aguas que parecían fluir tan serenas como siempre. Del trecho de la corriente que se ensanchaba en uno de sus extremos nacía el ojo de agua donde ningún ser, terrestre o acuático, ser internaba por la considerable profundidad brumosa que poseía; allí descansaba en cuerpo inánime de un muchacho que permanecía con los ojos abiertos y sonriendo levísimamente. Ninguno de los presentes se acercó al ahogado, que parecía contemplar plácidamente un punto impreciso en el cielo como si su mirada se posara en el vacío mientras su mente divagara en pensamientos afables, sus extremidades se perdían en el banco arenoso sin fondo conocido; todos lo observaban sin ocultar la mezcla de miedo y pena que los infortunios inesperados dejaban como impresión del suceso. El pescador, llevado por la común curiosidad y la preocupación injustificada, llegó hasta el río seguido de Carmen Luisa, que por ser la mayor cuidaba del padre como él lo hacía con ellas. El pescador no titubeó al ver al muchacho sonreído, estiró el brazo lo más que pudo y, ayudado por su hija, llevó a la orilla el cuerpo. La imagen del pescador junto al ahogado, acompañados del enigma nefasto que Carmen Luisa llevaba consigo, hizo que un rumor de acusación bordeara el río y terminara elevándose paulatinamente. Cuando había ganado fuerza el repudio y se empezaba a denunciar abiertamente a las Ruiz por la muerte del muchacho, Ayarí, la última hija del pescador, salió del escondite donde permanecía sin que nadie supiese de su presencia y, corriendo aterrorizada hasta donde estaba su hermana por el estruendo, se apretó contra uno de los costados de Carmen Luisa. Ambas temblaban en medio de la turbación.

El pescador no se alteró en ningún momento, escuchó imperturbable cada conjetura y hasta el testimonio de una de las señoras con más años y experiencia en el pueblo quien, señalando con un dedo nudoso y tembloroso a las dos Ruiz presentes, dijo haberlas visto volver del río tan solo un par de horas antes de que encontraran el cuerpo. Atribuía la vieja Martina a las hijas del pescador tanto la muerte del muchacho como la pérdida de su jalea que se quemó por la distracción maliciosa que le produjeron. En el vocerío se unieron acciones pasadas, desgracias producidas por la madre, posibles destinos perjudiciales que las hijas traerían, el abstruso proceder de la madre y el singular comportamiento de las hijas. Se denunciaron las escamas de sus piernas, la voz nostálgica con la que cantaban las noches en que no estaba el pescador o en las que llovía, el embeleso con que los muchachos quedaban impregnados ante la visión de las Ruiz, el bailoteo con que revoloteaban bajo la lluvia diurna, se les adjudicó desde el errático aparecer de las libélulas y las mariposas blancas por las calles que frecuentaban hasta el verdor tierno de las plantas que rodeaban su casa, diferente totalmente al de todas las plantas del pueblo.


Fuente
Ninguna respuesta recibieron los acusadores por parte del pescador o de sus hijas; este, al ver que los ánimos disminuían, tomó a Carmen Luisa por la mano, comenzó a caminar despacio y sin preocuparse en absoluto. Carmela iba pegada a su hermana, llorando en total silencio. La mayor de las hermanas, conmocionada por tal injusticia, temblaba sin quitar la mirada del suelo; sus ojos no expresaban más que indignación, y en su mente se perdían las ideas sin lograr alcanzar forma definida. Entre la bruma en que su pensamiento se movía, pudo ver con claridad la forma lejana de Ana María, que sin duda estaría en casa esperando angustiada al padre y a sus hermanas. Trataba de concentrarse y lo único que le vino a la mente en forma clara fue el momento que compartió con sus hermanas en el río tan sólo hacía unas horas. Recordó a Ayarí corriendo en la orilla, cantando notas sin significado ni sentido; recordó haber estado sentada en una enorme roca sumergida, el agua la cubría a la altura de la cintura y también cantaba, sin necesidad de dar forma o contenido a lo que articulaba su garganta; recordó que rozaba el agua con la palma de las manos mientras Ana María se sumergía y emergía en la parte más profunda del río, echándose el cabello hacia atrás y mirando fijamente a un punto de los arbustos. Recordó que antes de volver a casa Ana María regresó al río por un ruido que le pareció conocido, un ruido proveniente de los matorrales a los que antes veía fijamente; recordó que volvió al río sin ser acompañada, que regresó riendo nerviosamente, diciendo que no era nada.

Carmen Luisa pensó en ese momento, casi estando frente a su casa, que la nada que había importunado a su hermana posiblemente sería el ahogado contento que desató al ardor popular. Encontraron a Ana María con el rostro inerte, con los ojos muy abiertos y la mirada tan lejana como ella misma. No se dijo nada en la casa en lo que quedó de día, las hermanas esa tarde no salieron al patio ni se trenzaron en el cabello flores. El pescador no quiso contar historias sobre la madre, como con frecuencia lo hacía durante la cena, tan sólo se limitó a murmurar que su amor, más de una vez, lo había salvado.

En mitad de la noche, las tres en la habitación que compartían y cada una en la cama que le correspondía, Carmen Luisa y Ayarí fueron despertadas por un sollozo casi imperceptible, por un susurro quejoso distante que recordaba el oleaje de las altas mareas. En medio de la oscuridad, ovillándose todo lo que sus dimensiones le permitían, Ana María lloraba sin esperar consuelo alguno. Sus hermanas se acostaron junto a ella y Ana María, como explicando algo únicamente para convencerse a sí misma, logró decir, entrecortadamente por el llanto, que en verdad no quería en absoluto al muchacho ahogado, que el beso que le obsequió no era más que de despedida, un beso consolador motivado por la pena que le causaba y la necesidad de aliviar el calor de su sentimiento. La noche de ese sábado, antes de que la lluvia cayese hasta el amanecer, las Ruiz cantaron como nunca de la forma más lastimera y sentida.


Fuente

Separador cardumen.png

*@ramhei.textual (Heizon Salazar). Nacido en Caracas, Venezuela. Escritor novel. Estudiante de Educación Mención Castellano y Literatura en la Universidad de Oriente, Edo. Sucre, Cumaná.

H2
H3
H4
3 columns
2 columns
1 column
12 Comments