Lunes de escritura/ "El amor del emigrante" -Cuento, celebrando el Día del Amor y la Amistad-

El amor del emigrante


Los cuatro años que tenían de casados los habían pasado juntos en la casa de la mamá de Manuel Darío, adonde llegaron, después de una breve luna de miel, con la intención de mudarse en cuanto su trabajo como albañil y su desempeño como peluquera les proporcionaran los recursos suficientes para hacerlo; pero la situación económica, cada día más terrible, los fue encerrando en aquel hogar que no era suyo hasta que se dieron cuenta de que, por mucho que lo intentaran, parecía imposible salir de allí.

Fue una noche cualquiera cuando a él se le ocurrió decir, sin pensarlo demasiado: "Yo como que voy a hacer lo mismo que mi compadre Tomás y me voy a ir para el exterior a probar suerte." Graciela levantó la cabeza de inmediato y, antes de que Manuel Darío se diera cuenta, le preparó las maletas y le fijó la fecha y la hora exactas en que él arrancaría desde el terminal de Carúpano en un autobús que lo llevaría, después de unas cuantas escalas, hasta el propio Ecuador, donde, y ya eso estaba más que hablado, lo esperaría Tomás, quien ya le tenía asegurado un empleo en aquellas lejanas latitudes.

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Él, en verdad, nunca había reflexionado sobre la posibilidad de ausentarse de su querido terruño y de todas sus querencias para ser un extranjero en otra nación; entendía, por supuesto, la necesidad radical de barajar otras opciones, de probar otros senderos, en la búsqueda incansable de un porvenir prometedor para ellos y sus futuros hijos; sin embargo, el peso de una ausencia prolongada le intranquilizaba el alma. Sus sueños nunca habían traspasado las fronteras de su país; siempre se miró en su suelo, rodeado de su esposa, sus niños, sus familiares y sus innumerables amigos.

La distancia, pensaba Manuel Darío, es un vacío insalvable que va diluyendo el amor hasta que el olvido se convierte en una fría sensación para transformar la más cercana intimidad en una indiferencia balbuceante, en una ausencia de ideas, cuyas manifestaciones se reducirán a un escueto intercambio de frases sin sustancia entre dos seres que ya no tienen casi nada que contarse. Todas estas dudas agobiantes, Manuel Darío las compartía con Graciela, pero ella no les daba importancia: "Déjate de necedades, decía, tú apenas puedas reunir unos reales, me mandas a buscar que yo me voy en seguida; no le des tantas vueltas a eso que te vas a volver loco, vete, vete…” Y esa insistencia de ella porque se fuera lo llenaba de incertidumbre; se le enquistaba muchas veces en el alma la desconsoladora impresión de que ella deseaba deshacerse de él, de que pretendía alejarlo definitivamente de su vida.

En cuanto estuvo en Ecuador, Manuel Darío comenzó a trabajar y a reunir el dinero para que su esposa pudiera viajar a encontrarse con él. Durante las primeras semanas, llamaba, o enviaba mensajes, cada noche al salir del trabajo. Graciela le respondía siempre entusiasmada e intentando motivarle para que su ánimo no decayera. Aquellas comunicaciones representaban un alivio providencial para disipar un poco la nostalgia, y muchas veces la ansiedad, de compartir con su gente, de tener presente aquella vida a la cual hasta hace poco estuvo acostumbrado.

Una noche, sin embargo, Graciela no respondió y una insistente preocupación comenzó a titilar en su corazón para no dejarlo dormir. Era ya bien tarde cuando al otro día le llegó un mensaje de ella: "No te preocupes, anoche me quedé dormida." Él se sintió más tranquilo, no obstante, una hora después, le volvió a escribir para decirle que ese día no podrían hablar porque iba a estar ocupada. Intentó, con toda la serenidad que podía exigirle a su angustia, apartar los inquietantes pensamientos que se agolparon de repente en sus preocupaciones y, aunque le costó lograrlo, pudo al fin, a duras penas, conciliar algunas horas de un intranquilo sueño.

La noche siguiente, en medio de una ansiedad temerosa, llamó a su esposa; el teléfono repicó y la llamada fue atendida, pero solo se escuchaba un ruido indescifrable que iba y venía sin ninguna explicación. Después de un sinfín de intentos, se rindió. Era ya bien tarde cuando envió varios mensajes de desespero que, según las indicaciones del teléfono, nunca llegaron a su destino.

Esa mañana casi no pudo trabajar, el insomnio provocado por la angustia lo tenían en un estado de tensión que no podía controlar. Estuvo todo el tiempo pendiente del celular para comprobar con un desconsuelo insoportable que nada llegaba allí de Graciela. Se comunicó con familiares y amigos de confianza que estaban en Venezuela, pero nadie tenía noticias de ella y algunos, incluso, titubeaban, como que querían informarle de algo muy particular, pero no se atrevían y cortaban la comunicación, mientras que a él le quedaba la certera impresión de que existía en sus voces un trasfondo misterioso, algo que no se atrevían a decir. Ya con tres días y tres noches consecutivas sin hablar con su esposa, a Manuel Darío no le quedó más remedio que aceptar la explicación más evidente, no existía otra y era inútil seguir buscándola: Graciela lo había dejado para siempre, la distancia, tal como lo había pensado, llevó a cabo su cruel misión de engaño y olvido. Se durmió, a pesar del desconsuelo, rendido por el cansancio y agobiado por las noches en vela…

En la mañana, cuando abrió los ojos, Graciela estaba allí, en su cuarto, mirándolo con una luminosa sonrisa que transformó al Ecuador en un país completamente diferente. A él, como siempre, en medios de los efusivos besos y abrazos, se le atoraron las palabras en la boca: "Pero yo pensé… y por qué…" "No sigas, no digas nada -le dijo ella- siempre ha sido así, mientras ustedes los hombres piensan pendejadas y les dan vueltas y más vueltas a las cosas, nosotras las mujeres actuamos y hacemos lo que hay que hacer."




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