Lunes de escritura/ "El oráculo de Chiguana" -Cuento-

El oráculo de Chiguana


Acompáñeme, compadre Mariano, por favor, le dijo su gran amigo Raimundo, casi en tono de ruego, porque él, por supuesto, se negaba a ser partícipe de aquellas supercherías que no tenían razón de ser a estas alturas de la vida. Vamos y venimos en el carro sin ningún problema, ya en la tardecita estamos aquí. Y se fueron ese viernes, bien temprano, para Chiguana porque, de acuerdo con los últimos comentarios, estaba allí una bruja infalible que sanaría a Raimundo de aquel eterno dolor en el estómago que le hinchaba la barriga y lo ponía a tomar agua como si fuera un mismo sapo.

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Fuente

Su nombre era Gumersinda Parababire. Estaba sentada en una mecedora de madera y lo más llamativo de su estampa era el hiperbólico tabaco que desde sus labios desprendía unas extensas nubes de humo pardo que enrarecía el ambiente con sus efectos de niebla sigilosa y su penetrante olor a tiempos antiguos. Había decidido de antemano que ese día no atendería a nadie, pero como venían de lejos, les concedió la magnánima gracia de escucharlos y hacer por ellos lo que estuviese a su alcance.

Llevó a Raimundo hacia el interior de su casa y en un apartado cuarto oscuro lo examinó durante casi una hora. Cuando salieron de allí, ya el enfermo traía una cara más animada y le daba las gracias, con solemne reverencia, a la Iluminada Gumersinda, quien le puso la mano en la frente y lo despidió sin muchas formalidades. Fue ya cuando se iban a montar en el automóvil que ella se volteó y, haciendo gala de una misteriosa voz que no había usado hasta ese momento, le dijo a Mariano: Usted cuídese, porque los espíritus me gritan en el oído que morirá pronto por causa de una culebra.

Mariano, no podía ser de otra manera, se negó por completo a hacerle caso a los agoreros vaticinios de Gumersinda. Sin embargo, cuando apenas habían pasado siete días, ya el dolor estomacal del compadre Raimundo había desaparecido sin dejar rastro, por lo tanto, su semblante pregonaba, sin titubeos, que había sido una idea providencial solicitar los favores de la Iluminada de Chiguana. Eso es pura casualidad, dijo Mariano; no obstante, a las tres de la tarde justamente, a la hora de su acostumbrada siesta, las alarmas de la preocupación se encendieron cuando encontró en su chinchorro una inmensa Macaurel enrollada, como esperando que él llegara. Menos mal que la vi a tiempo y pude matar a esa bicha, dijo con exaltado alivio mostrando la serpiente muerta, pero ya presentía en su alma que la fatalidad tenía colmillos de serpiente.

Ven a buscarme, le escribió en un mensaje desesperado a su hijo, Daniel José, yo quiero irme contigo para Caracas. Aunque le extrañó bastante aquel cambio repentino -su padre siempre se había negado a irse con él a la capital- no quiso preguntarle nada; le envió de inmediato un pasaje, porque no podía trasladarse al interior en esos momentos, y lo esperó en el terminal. Cuando se enteró de las razones por las cuales Mariano había viajado, no le creyó; se río con una estruendosa carcajada que la cortó de inmediato cuando lo miró a la cara y se dio cuenta de que aquello era en serio. Pero bueno, papá, después de viejo te dio por creer en pendejadas. Ya me contarás todo con más calma, lo mejor es que ya estás aquí y la próxima semana empiezan mis vacaciones.

Habían pasado apenas dos días en Caracas y ya Mariano estaba convencido de que no había serpientes en esa ciudad. ¿Tú has visto alguna vez una culebra por aquí? le preguntó muchas veces a su hijo. Deja la vaina, papá, si acaso hay una está en el zoológico bien encerrada. Después de una semana, el fatal oráculo de Chiguana había desaparecido de su pensamiento con la efervescente vida que le brindaron las vacaciones de Daniel.

Paseó por unas calles intrincadas que jamás, ni siquiera en sueños, había visto; caminó por interminables bulevares, visitó alucinantes plazas que acogían héroes muy bien hechos, compró cuanta cosa rara miraba en cada esquina, se negó a subir un emblemático cerro porque eso era lo que él hacía normalmente en su pueblo; se enteró, y después fue a mirarlos, de que existían sitios especiales para jugar pelota o cualquier cosa que se le antojara a la gente de la ciudad, descubrió la efectividad imponente del metro para llevarlo a cualquier lado y disfrutó, sin parar, las mejores noches de su vida en los más disímiles sitios adonde lo conducía la bohemia que había emergido en su hijo desde el momento en que él llegó.

Fue una de esas noches parranderas cuando el arrebato de unas cuantas cervezas bien paladeadas lo condujo a bailar con una despampanante catira que, como cosa rara, le agarró el paso tan bien que parecía que habían pasado la vida practicando juntos. A ella le cayó en gracia la musicalidad de su voz y la seguridad con que él se movía. A él, por su parte, se le alborotaron, de repente, quince años y dos meses sin haber estado tan cerca de la desquiciante tersura de una piel femenina, mientras que el aroma delirante de un cuerpo enfebrecido le recordó que todavía existía un hombre debajo de aquella mansa apariencia.

Llevaban media hora bailando, fusionados y olvidados de su entorno, cuando Mariano sintió que las luces se apagaban y su cuerpo se desprendió hacia un abismo que parecía interminable, mientras que el dolor en su corazón amenazaba con explotar y desaparecerlo para siempre. Sintió, a través de la bruma que lo separaba de la vida, la voz desesperada de su hijo que se negaba a dejarlo ir, y escuchó finalmente el comentario del mesonero cuando alguien preguntó qué había pasado: Coño, gritó compungido aquel hombre del bar, al señor que bailaba con La Cascabel le dio un infarto… Qué arrecha es esa bruja de Chiguana, pensó Mariano en el último suspiro y falleció.




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