Que la música no tiene dueño el hombre tardó en comprender...
Habíamos pasado tanto miedo los dos últimos años que al menor ruido el corazón se desbocaba.
Éramos los hijos del silencio.
Nuestro oído se había afinado tanto buscando la supervivencia que cuando un corazón latía un poco más deprisa, el temor se expandía como una pandemia voraz. En unos minutos lo que quedaba de humanidad estaba oculta tras el más oscuro de los muros de adobe.
Tras las murallas de Tiro me encontraba cuando las últimas notas sonaron. Si bien es cierto que no fui el primero en escucharlas sí fui de los pocos que comprendió que en esta ocasión la viralización del terror tenía motivo.
Esos tambores de guerra que latían dentro de nosotros contrastaban con nuestros pasos sigilosos en busca de refugio. Sin embargo nos movíamos acompasados al ritmo de nuestros latidos, como si pudiésemos así esconder el sonido que producíamos con el arrastrar de nuestros píes.
Como si no supiésemos que el viento tenía oídos. Que las nubes y el sol nos habían estado mirando desde que todo esto empezó hace dos años.
Y entonces.
Los grillos frotaron sus patas y comenzó la última sinfonía. Ahora los tambores sonaban más fuerte.
Corrimos. Corrimos.
El canto de jilgueros y ruiseñores fue la terrible apertura.
Corrimos y nos escondimos.
Los cascabeles que se arrastraban poblaban las calles de Tiro.
No sabía dónde estaba, me había perdido.
Se acercaban trompas barritando sonidos graves entre el marfil.
Levanté la vista estremecido.
El cielo graznante se oscureció, los cuervos me vieron.
Caí al suelo con las manos en los oídos.
Me habían marcado y Tiro caía a pesar de sus murallas.
Nada servía contra este enemigo.
Miles de bestias naturaleza entonaban mientras las puertas cruzaban.
Antaño nosotros fuimos los hijos del ruido.
El viento silbaba una alegre tonada de destrucción.
Que la música no tiene dueño el hombre tardó en comprender...
La vida al fin nos había extinguido.