En medio de tormentas llenas de truenos y relámpagos y llenas de fuertes torrenciales que golpean nuestras mentes no nos queda otra opción más que aprender a sobrevivir a los golpes. De otra manera, la tormenta llegaría a nuestro corazón, ese que ya está a punto de desfallecer.
Hoy ha sido particularmente distinto y a pesar de que la tormenta - y la tristeza que conlleva - sigue ahí, la pesadez y el abatimiento del cuerpo producido por tantas cosas que pasan - y que pasaron y pasarán -, se han ido.
Hoy, todo esos silencios impuestos por las ausencias y espacios vacíos, se han llenado de ruido. Pero no de ese ruido que no hace más que atormentarte, sino aquel ruido sin voces que te permiten escuchar también las risas de aquellos que te rodean.
Hoy, en el medio de una cola casi rutinaria de algún banco de este país, casi en modo automático, me dí cuenta - luego de dos horas - que había ruido a mi alrededor, que afuera pasaban carros, que había gente hablando, que hacía calor y aún cuando sabía que sólo debía dar dos pasos hacia adelante porque la cola había avanzado, no pude.
No supe cómo reaccionar al hecho de que ya no me encontraba sola conmigo misma.
Y fue así cómo dos lágrimas se quedaron atascadas en mis ojos.
Fue así también como supe que la fortaleza que tenía para permanecer de pie no me servía de nada, seguía siendo frágil en cuanto a sentimientos se refiere.
Frágil y presa de todas las angustias.
Sin embargo, logré encaminar mis pasos, a pesar de que la fragilidad de mi corazón siguiera presente y a pesar de seguir cuestionándome cómo es que esta extraña sensación se apoderó de mi.
Y aunque ahora no sé cómo debo sentirme, qué pasará ahora ni para dónde debo ir, sólo basta con mirar y prestar atención a mi alrededor para encontrar aquella cuerda que me sostenga, que me permita seguir de pie y que me saque de aquella tormenta que habita en mi.