Gritos en el Parque
Aquel domingo amanecieron muertos. Desde entonces, no callan.
Los encontró Marcos, pálido nos contó como vio cadáveres abrazados empapados de vomito. Vio otro junto a un árbol, con la bragueta abierta. Cuenta aún trastornado que lo impresionó sobremanera la muerta desnuda en la fuente.
Una pena que los chicos murieran. La policía habla de envenenamiento por hongos venenosos, dicen que quisieron experimentar y comieron los hongos equivocados. Lógico.
Ebrios de vino barato, hierba y Dios sabe qué más, se divertían en el parque del pueblo. Toda la primavera, semana tras semana bebían, fumaban, cantaban, fornicaban, atormentaban.
“Pueblo pequeño, infierno grande”, dicen. Unas pocas familias quedan en el pueblo agonizante y pronto se irán. Sus hijos han muerto, sus cuerpos amanecieron en un bacanal de muerte; ya nadie soporta los alaridos que estremecen el parque los sábados por la noche.
Tanta vida desperdiciada, tanto futuro truncado. Quizá alguno se pudo salvar, quizá alguno de sobrevivir habría escapado de este maldito pueblo; pero es tarde. Han muerto y sus gritos atormentan por las noches.
¡Chicos, callen, por favor, callen! Dejen morir a este pueblo en paz, los vivos no tienen la culpa. Fueron ustedes quienes los buscaron, ustedes los comieron, ustedes. Nadie los mató, la culpa es de ustedes, nadie los obligó.
Por querer ver otros mundos, pasaron al siguiente. Los mató la estupidez, los mató la ingenuidad, los mató la pereza y la absurda confianza de los jóvenes en su invulnerabilidad. Idiotas, tenían mil maneras de saber si un hongo es venenoso, pero prefirieron confiar en mí.
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