El Enigma de Baphomet. Novela. (50)

—¿De qué números hablas? ¿No estarás acercándote a la herejía? Eso de que los números actúan no lo repitas más pues es contrario a la Divina Providencia. Cerecinos me decía que a él también lo habían acusado de adorar a Baphomet, porque, igual que yo, se había declarado culpable de haberse postrado ante una cabeza con barbas largas y una corona de laurel rodeándola.
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Momentos antes de empezar a tiritar con un temblor cercano a la muerte, me había dicho que los 62 pergaminos donde se guardaba la identidad verdadera de Baphomet, estaban en el scriptorium del monasterio de Benedictinos cercano al Temple de Ponferrada.

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¿De qué manera puedo conseguir esos escritos para llevarlos a Francia ante los jueces para demostrar que el antiguo Abad de tu monasterio engañó al Maestre del Temple? Desde hace 90 años, los abades se transmiten el secreto de su ubicación y no lo desvelan. ¿Vamos a tener que confiar sólo en la justicia divina? Me refugiaré en lo que queda del Castillo del Temple de Ponferrada hasta que tú me consigas esos pergaminos. Tienes que buscarlos allí dentro —señalaba con el dedo el monasterio—. De no conseguirlos, tarde o temprano el tribunal ejecutará la sentencia, que no prescribe, y moriré devorado por las llamas.
—No me acordaba —dijo el fraile con la mirada perdida—. ¡El número sesenta y dos! ¡Sesenta y dos pergaminos! Si hubieran sido sesenta y tres ninguna de estas calamidades habrían sucedido. ¡Sesenta y dos! ¡El número del casi! Pero el casi haber ganado es lo mismo que haber perdido. ¿Qué fraile ignorante transcribió, para la colección del tumbo, la verdadera identidad de Baphomet en 62 y no en 63 pergaminos?

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Por un número no se llegó al triunfo, no se llegó a ganar la partida y esa es la razón por la que nos vemos en estas penosas circunstancias sin haber podido hacernos con esos pergaminos, que se escabullen como si tuvieran vida, y nadie ha podido volver a juntarlos.
El rubio pensó que su interlocutor se estaba trastornando por momentos mirando al infinito.
Pero el fraile, pensativo, negando con la cabeza, le contestaba volviendo a la cordura:

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