El Enigma de Baphomet. Novela. (1)

Ya que mi novela "El Baco" finalista del Premio Planeta 1993 ha sido de interés para muchos steemians, ahí la dejo para que en el futuro la puedan leer cuantos steemians nuevos lo deseen.

Hoy comienzo con mi segunda novela que se enmarca dentro de la arquitectura novelesca de El Baco. No es una segunda parte ya que tiene una estructura independiente, pero bien podríamos considerarla una segunda parte de El Baco. Se trata del descubrimiento de lo que ha estado oculto durante 700 años y que cambió no el rumbo de Europa sino el rumbo del mundo en el siglo XIV, y que se descubre en esta novela publicada por la Editorial Bohodón, ( Madrid) en 1911.

Vamos a ello:
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A los lectores:
Tuve la inmensa suerte de haber recibido enseñanzas en Salamanca, entre otros insignes profesores de distintas facultades, de los historiadores jesuitas Bernardino Llorca y José Ignacio Telechea Idígoras. Tras sus lecciones y conferencias sobre los templarios me entusiasmé con múltiples lecturas al respecto y, cuando creía que las había agotado porque ya se repetían los datos, forjé en mi mente mi visión de los siglos XII, XIII y comienzo del XIV, tanto de la vida cotidiana en los pueblos y por los caminos, como de la vida oficial en palacios, catedrales y monasterios.
Veía a los campesinos labrar las tierras, veía a los armenios que habían huido hacia Europa perseguidos por los selyúcidas, refugiados en logias, labrando piedras y levantándolas a pulso para colocarlas en las paredes de las catedrales y otras construcciones nobles y eclesiásticas, así como con sus afiladísimas hachas cortar troncos y labrar vigas y andamios; y veía a los mendigos intercambiándose mendrugos y otras limosnas obtenidas. También veía a los poderosos, jerarcas de la Iglesia y cortesanos disputándose el dominio sobre las gentes sencillas. Llené la cabeza de detalles e imaginé todo lo que he redactado en esta novela, con la que he pretendido crear una obra de arte, que ayude a desterrar del cerebro del ser humano toda maldad y cualquier tipo de calumnia por pequeña que parezca.
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Esteban Arias Hernández pretendía espantar su congoja con un canturreo indescifrable.
En el sótano, desempolvó el baúl de madera con nervios de hojalata. De su biblioteca eligió no más de una docena de libros y los colocó con esmero en el fondo, para que no se dañaran con el traqueteo, tanto en el tren hasta La Coruña, como durante la travesía del Atlántico.
Entre las ropas, envolvió su viejo violín Testore, que nunca logró tocar, y el reloj de sobremesa heredados de su abuelo.
Subió al desván con pasos inquietos y bajó la maleta de cuero forrada por dentro con fino tafilete. Cuando le había sacado brillo con el cepillo de limpiar los zapatos, se quedó en silencio mirando los enseres de uso diario, cubicando mentalmente los volúmenes para aprovechar todos los resquicios.
Con solemnidad litúrgica colocó dos mudas, pieza por pieza, hasta llenar las cuatro esquinas. No encontraba lugar para los ocho pergaminos medievales, que sacaba de España clandestinamente. Desocupó de nuevo la maleta y descosió el forro. Ya desentrañaría la caligrafía endiablada de lo que parecían banales contratos antiguos y escrituras de compraventa que carecían de validez alguna; aunque, escudriñadas algunas palabras sueltas, tenían todo el aspecto de encerrar una epístola y un viejo relato. Había que examinarlos más despacio.
Introdujo con esmero los ocho pergaminos y concluyó la costura pacientemente, con puntadas de maestro guarnicionero, pasando la aguja por los mismos agujeros para que no se notara el descosido.
Antes de cerrar el baúl definitivamente, salió de casa hacia el orfelinato. Le faltaba el último trámite: la firma y la póliza en el documento de adopción del niño.
Al día siguiente, temprano, el director de la inclusa se lo llevó al andén como habían quedado. Lo cogió en cuello y el niño se le abrazó con fuerza, como si no quisiera desasirse nunca, habiendo cambiado el semblante asustado por una sonrisilla. No pronunció ninguna palabra, ni papá, ni padre, ni nada. Sólo se achuchaba contra su pecho.
Subidos al tren, Esteban abrió la carpeta que el director le había entregado y comprobó los documentos que legalizaban a su hijo, demasiado pequeño para intuir el largo viaje que les esperaba en barco.
La madre del niño, Itziar Markuleta Etxeverría, quedaba en el manicomio atada con una camisa de fuerza.
Al cumplir la mayoría de edad, con la misma maleta de cuero y tafilete, José Antonio Arias Markuleta volvió a España, a pesar de que no le quedaba más familia conocida que su madre loca, y tardó mucho tiempo en descoser el forro.
Su padre, sintiéndose enfermo, le había encomendado recuperar el pergamino que le faltaba, costara lo que costara, para lo que precisaba de tal paciencia que cursó la carrera de historia.

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