Como hologramas que se materializan, emergemos de la conexión producida por la transmutación energética de los deseos, ascendemos hacia el espacio inmaterial del mundo y nos sincronizamos en medio de estados anímicos que pululan entre los espacios más íntimos de nuestro pensamiento.
Cargas de iones semejantes pero con diferentes polaridades.
La visión de lo abstracto tiene alegorías que hablan y callan, que embelesan y atraen, que sueñan con la sensación de tocar la piel que late, de ceñir los contornos de una anatomía que se evapora entre los designios de un tiempo que pasa raudamente.
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Por sobre la soledad se escabullen labios y se van tejiendo palabras que mimetizan las ambrosías, se descubren sonidos que evocan mantras y se diluyen calores que van manteniendo el ritmo de una existencia donde se confunden cielos con mares y carne con aire.
Más allá del espacio que puede abarcar la mirada, de las frases que los ojos pueden exclamar, existen formas misteriosas que juegan a la necesidad del encuentro, a la convicción de quemar las alas en medio de la hoguera que crepita en el tacto sublime de los dedos, en la transpiración corporal de instantes inventados.
Como fantasmas etéreos que sobreviven en una dimensión paralela, mantenemos el secreto que logra el desdoblamiento que nos mantiene en contacto, alertas a los complejos cambios de la naturaleza.
Los días transcurren matando minutos, degollando vivencias, violentando en su andar perspectivas de crecer, descender, soñar o despertar, sin malograr el milagro de la espera.
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Como hologramas capaces de reproducirse, somos el último vestigio de la civilización perdida de la esperanza, el último bote hacia la isla solitaria de la duda.
Extraños pasajeros que se escurren sobreviviendo a la fiereza de las más bajas apetencias humanas, que se abrazan entre lechos volátiles donde la promesa no existe, donde la pasión tiene sus dominios infinitos.
Donde la caricia cabalga sobre el unicornio rojo de la conquista, que bebe del vino añejo de la experiencia.
Cruzando los caminos inexistentes de la distancia, somos la estrella titilante que mantiene su luz aunque haya desaparecido, el gemido orgásmico de los amantes que retan a la noche tomando al día como celestina, la calma del riachuelo que se quiebra en cascadas al contacto con el vacío.
Más cerca que las galaxias remotas del universo, nuestros brazos son como las amarras del barco al puerto, anclas donde el abismo deja de ser oscuro y el fondo cenagoso.
Como hologramas distantes de la disolución de los átomos, marchamos al compás de las agujas del reloj, sin el temor a que la ausencia sea el juez que castigue los hechos no consumados y con la ilusión de ser efímeramente formas corporales que puedan estrecharse, música entre cantos de sirenas.
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