La milagrosa transformación de Julián Mantle
Yo no salía de mi asombro.
¿Cómo podía alguien que sólo unos años atrás parecía un viejo verse ahora tan enérgico y tan vivo?, me pregunté con callada incredulidad.
¿Alguna droga mágica le había permitido beber de la fuente de la juventud? ¿Cuál era la causa de este extraordinario cambio de personalidad? Fue Julián quien habló primero. Me dijo que el mundo hipercompetitivo de la abogacía se había cobrado su precio, no sólo física y emocionalmente, sino también en lo espiritual. El ritmo trepidante y las incesantes exigencias del trabajo le habían agotado por completo. Admitió que igual que su cuerpo se venía abajo, su mente había perdido brillo. El infarto no fue sino un síntoma de un problema más hondo. La presión constante y el extenuante trabajo de un abogado de primera categoría habían destruido asimismo su más importante –y quizá más humana– cualidad: su espíritu. Cuando su médico le planteó el ultimátum de renunciar a la abogacía o renunciar a la vida, Julián creyó ver una oportunidad de oro de reavivar el fuego interior que había conocido de joven, un fuego que había ido extinguiéndose a medida que el derecho pasó de ser un placer a volverse un negocio.
Julián se entusiasmó visiblemente al explicar cómo había vendido todas sus posesiones materiales antes de partir rumbo a la India, un país cuya cultura ancestral y tradición mística le habían fascinado siempre. Viajó de aldea en aldea, a veces a pie, otras en tren, aprendiendo nuevas costumbres, contemplando paisajes eternos y amando cada vez más aquel pueblo que irradiaba calidez, bondad y una perspectiva refrescante sobre el verdadero significado de la vida. Incluso los más desposeídos abrían su casa –y su corazón– a aquel cauteloso visitante de Occidente. A medida que pasaban las semanas en aquel prodigioso entorno, Julián empezó a sentirse nuevamente vivo, quizá por primera vez desde que era niño. Pronto recuperó su curiosidad innata y su chispa creativa, así como su entusiasmo y sus ganas de vivir. Empezó a sentirse más jovial y sereno. Y recuperó algo más: la risa.
Aunque Julián había disfrutado hasta el último minuto de su estancia en aquel exótico país, dijo también que su viaje fue algo más que unas meras vacaciones para despejar una mente sobrecargada. Describió su temporada en la India como «una odisea personal del yo», confiándome que estaba dispuesto a descubrir quién era realmente y qué sentido tenía su vida antes de que fuera demasiado tarde. Para ello, su máxima prioridad era seguir el ejemplo de la enorme reserva de sabiduría aportada por aquella cultura y vivir un vida más plena, esclarecida y gratificante. No quiero pasarme de original, John, pero fue como si hubiera recibido una orden interior, algo que me decía que debía iniciar un viaje espiritual a fin de reavivar esa chispa que había perdido –dijo Julián–. Fueron años muy liberadores. Cuanto más exploraba, más oía hablar de unos monjes hindúes que habían sobrepasado la centena, monjes que pese a su avanzada edad conservaban toda su energía, vitalidad y juventud.
Cuanto más viajaba, más cosas sabía de yoguis longevos que habían conseguido dominar el arte del control mental y el despertar espiritual. Y cuantas más cosas veía, más ansiaba comprender la dinámica que se escondía tras aquellos milagros humanos, confiando en aplicar su filosofía a su propia vida. Durante las primeras etapas del viaje, Julián buscó a conocidos y respetados profesores. Me dijo que todos sin excepción le recibieron con los brazos y los corazones abiertos, compartiendo con él todos los conocimientos que habían absorbido en sus largas vidas de callada ontemplación sobre los más sublimes temas relacionados con la existencia. Julián trató de describir la belleza de los templos antiguos esparcidos por el místico paisaje de la India, edificios que parecían leales guardianes de la sabiduría de los tiempos. Dijo también que le emocionó la sacralidad de aquellos lugares.
–Fue una época mágica, John. Yo, que era un leguleyo viejo y cansado, que lo había vendido todo, desde mi Rolex hasta mi caballo de carreras, había metido lo poco que me quedaba en una mochila que se convertiría en mi único acompañante mientras me imbuía de las eternas tradiciones de Oriente. –¿Te costó dejarlo? –pregunté, incapaz de contener mi curiosidad. –En realidad fue muy fácil. La decisión de renunciar a la abogacía y a todas mis posesiones terrenas me pareció natural. Albert Camus dijo una vez que «la verdadera generosidad para con el futuro consiste en entregarlo todo al presente». Pues bien, eso hice yo. Sabía que necesitaba cambiar, así que decidí escuchar a mi corazón y hacerlo por todo lo alto. Mi vida se volvió mucho más sencilla y plena en cuanto dejé atrás el bagaje de mi pasado. Tan pronto prescindí de los grandes placeres de la vida, empecé a disfrutar de los pequeños, como ver un cielo estrellado al claro de luna o empaparme de sol en una gloriosa mañana de verano. Además, la India es un lugar tan estimulante intelectualmente que apenas pensé en lo que había dejado atrás.
Estos encuentros iniciales con los sabios y eruditos de esa cultura exótica no proporcionaron, pese a ser intrigantes, el saber que Julián ansiaba. La enseñanzas que él buscaba para cambiar su vida le rehuyeron en esa primera parte de su odisea. El primer paso real no llegó hasta que Julián llevaba siete meses en la India.
Fue estando en Cachemira, un místico estado que parece dormir al pie de la cordillera del Himalaya, cuando tuvo la suerte de conocer al yogui Krishnan. Aquel hombre frágil de cabeza rapada también había sido abogado en su «anterior reencarnación» , como solía decir con una sonrisa poblada de dientes. Harto del ritmo febril que caracteriza la vida en
la moderna Nueva Delhi, también él renunció a sus posesiones para retirarse a un mundo de extrema sencillez. Convertido en cuidador del templo de la aldea, Krishnan dijo que había llegado a conocerse a sí mismo y a saber cuál era su meta en la vida. –Estaba cansado de que mi vida fuera como unas maniobras militares –le dijo a Julián–. Me di cuenta de que mi misión es servir a los demás y contribuir de algún modo a hacer de este mundo un lugar mejor. Ahora vivo para dar; paso los días y las noches en el templo, viviendo de forma austera pero gratificante. Comparto mis logros con todo aquel que acude a rezar. No soy más que un hombre que ha encontrado su alma.
Julián contó su historia a aquel ex abogado. Le habló de su vida de privilegios, de su avidez de riquezas y su obsesión por el trabajo. Reveló, con gran emoción, su lucha interior y la crisis espiritual que había
experimentado cuando la brillante luz de su vida empezó a fluctuar al viento de una vida disipada.
–Yo también he recorrido ese camino, amigo mío. Yo también he sentido ese mismo dolor. Pero he aprendido que todo sucede por alguna razón –le dijo el yogui Krishnan–. Todo suceso tiene un porqué y toda adversidad nos enseña una lección. He comprendido que el fracaso, sea personal, profesional o incluso espiritual, es necesario para la expansión de la persona. Aporta un crecimiento interior y un sinfín de recompensas psíquicas. Nunca lamentes tu pasado. Acéptalo como el maestro que es.
Tras oír estas palabras, Julián sintió un gran alborozo. Quizá había encontrado en el yogui Krishnan al mentor que andaba buscando. ¿Quién mejor que otro ex abogado que, gracias a su propia odisea espiritual, había hallado una vida plena, para enseñarle los secretos de una existencia llena de equilibrio y satisfacción?
Necesito tu ayuda, Krishnan. Necesito aprender a construir una vida de plenitud.
Será un honor ayudarte en lo que pueda –se ofreció el yogui–, pero ¿puedo hacerte una sugerencia?
–Por supuesto. –Desde que estoy al cuidado de este templo, he oído hablar mucho de un grupo de sabios que vive en las cumbres del Himalaya. Dice la leyenda que han descubierto una especie de sistema para mejorar profundamente la vida de cualquier persona, y no me refiero sólo en el plano físico. Se supone que es un conjunto holístico e integrado de principios y técnicas imperecederos para liberar el potencial de la mente, el cuerpo y el alma. Julián estaba fascinado. Aquello parecía perfecto.
¿Y dónde viven esos monjes?
Nadie lo sabe, y yo ya soy demasiado viejo para iniciar su búsqueda. Pero te diré una cosa, amigo mío: muchos han tratado de encontrarlos y muchos han fracasado... con trágicas consecuencias. Las cumbres del Himalaya son muy traicioneras. Incluso los escaladores más avezados son impotentes ante sus estragos naturales. Pero si lo que buscas son las llaves de oro de la salud, la felicidad y la realización interior, yo no tengo ese saber; ellos sí.
Julián, que no se rinde fácilmente, presionó al yogui: –¿Estás seguro de que no sabes dónde viven?
–Lo único que puedo decirte es que la gente de esta aldea los conoce como los Grandes Sabios de Sivana. En su itología, Sivana significa «oasis de esclarecimiento». Estos monjes son venerados como si fueran divinos por constitución e influencia. Si supiera dónde encontrarlos, estaría obligado a decírtelo. Pero sinceramente, no lo sé; de hecho, no lo sabe nadie.
A la mañana siguiente, cuando los primeros rayos del sol empezaron a bailar en el horizonte, Julián se puso en camino hacia la tierra perdida de Sivana. Al principio pensó en contratar a un sherpa para que le ayudara en su ascensión, pero, por algún motivo, su instinto le dijo que aquel viaje debería hacerlo solo. Y así, quizá por primera vez en su vida, prescindió de los grilletes de la razón y decidió confiar en su intuición.
Se sentía más seguro así. De alguna manera sabía que encontraríalo que estaba buscando. Así pues, con celo misionero, inició su escalada.
Los primeros días no presentaron dificultad. A veces encontraba a alguno de los alegres lugareños del pueblo de más abajo caminando por un sendero en busca quizá de madera para tallar o del santuario que aquel lugar ofrecía a quienes se atrevían a aventurarse tan cerca del cielo. Otras veces caminaba solo, empleando el tiempo para reflexionar sobre dónde había estado a lo largo de su vida... y hacia dónde se dirigía ahora.
El pueblo no era ya más que un puntito en aquel maravilloso lienzo de esplendor natural. La majestuosidad de los picos nevados del Himalaya hizo que su corazón latiera más deprisa, dejándole temporalmente sin aliento. Julián se sintió uno con el entorno, esa clase de relación que dos viejos amigos pueden disfrutar después de muchos años de escuchar los mutuos pensamientos y de reírse los chistes. El aire puro de la montaña despejó su mente y dio vigor a su espíritu. Después de haber dado la vuelta al mundo en varias ocasiones, Julián creía haberlo visto todo. Pero jamás había contemplado tanta belleza. Aquel momento mágico fue como un exquisito tributo a la sinfonía de la naturaleza. Se sintió a la vez alborozado, jubiloso y despreocupado. Y fue allí, con la humanidad a sus pies, cuando Julián se aventuró a salir de la cómoda envoltura de lo ordinario para iniciar su exploración del reino de lo extraordinario.
–Todavía recuerdo las palabras que me pasaban por la mente –dijo Julián–. Pensé que, en definitiva, la vida consiste en tomar opciones. El destino de cada uno de nosotros depende de las opciones que tomamos, y yo estaba seguro de que había tomado la correcta. Sabía que mi vida no volvería a ser igual y que algo fascinante, quizá incluso milagroso, estaba a punto de sucederme. Fue un despertar sorprendente.
Mientras Julián escalaba las enrarecidas regiones del Himalaya, empezó a sentirse nervioso.
Pero fue un nerviosismo positivo, como el que sentía en un baile de gala o justo antes de empezar un caso excitante y los fotógrafos me perseguían por la escalinata de los tribunales. Y aunque no contaba con un guía ni con un mapa de la zona, el camino estaba claro y un estrecho sendero me fue llevando montaña arriba hacia los confines de aquella región. Fue como si tuviera una especie de brújula interior que me iba empujando hacia mi destino. Creo que no hubiera podido detenerme aunque lo hubiera querido. –Julián estaba entusiasmado, sus palabras brotaban como un torrente.
Dos días más siguió la ruta que esperaba podía llevarlo a Sivana, y en ese tiempo pensó en su vida pasada. Aunque se sentía liberado del estrés y la tensión que caracterizaran su antiguo mundo, se preguntaba en cambio si podría pasar el resto de su vida sin el reto intelectual que su profesión le había deparado desde que saliera de la facultad en Harvard.
Sus pensamientos vagaron después a su suntuoso despacho en un resplandeciente rascacielos del centro y a la idílica casa de veraneo que había vendido por una miseria. Pensó en los viejos amigos con que frecuentaba los mejores estaurantes. Pensó también en su preciado Ferrari y en la sensación que le daba poner el motor en marcha y sentirse al mando de un poderoso vehículo.
Mientras se adentraba más y más en aquel místico paraje, sus reflexiones sobre el pasado se vieron interrumpidas por las maravillas que veía. Fue mientras meditaba sobre la belleza de la naturaleza cuando algo sorprendente sucedió. Por el rabillo del ojo vio una figura, vestida extrañamente con una larga y ondulante túnica roja coronada por una capucha azul oscuro, caminando un poco más adelante. A Julián le sobresaltó ver a alguien más en aquel lugar remoto al que había llegado tras siete agotadores días. Como se hallaba a muchos kilómetros de toda civilización y aún no estaba seguro de que Sivana fuera un destino encontrable, gritó a su compañero de escalada.
La figura no sólo no respondió sino que apretó el paso sin siquiera mirarlo.
Al poco rato el misterioso viajero echó a correr, su túnica roja flameando graciosamente a su espalda.
–¡Por favor, amigo, necesito ayuda para llegar a Sivana! –gritó Julián. Llevo siete días caminando con poca comida y agua. ¡Creo que me he perdido!
La figura se detuvo bruscamente. Julián se aproximó con cautela mientras el otro permanecía inmóvil y en silencio. Julián no pudo verle el rostro bajo la capucha, pero le impactó el contenido de la pequeña cesta que sostenía. Dentro había una colección de las flores más delicadas y bellas que Julián había visto jamás. La figura abrazó su cesta a medida que Julián se aproximaba, como para demostrar su gran amor por aquellas flores y su desconfianza hacia aquel occidental, tan corriente en aquel paraje como el rocío en el desierto.
Julián miró al viajero con curiosidad. Un rayo de sol le reveló que la cara que se ocultaba bajo la amplia capucha era de hombre. Pero Julián jamás había visto un hombre igual. Aunque tenía por lo menos la misma edad que él, sus rasgos dejaron a Julián como hechizado y le obligaron a quedarse mirándolo una eternidad. El hombre tenía ojos de gato, tan penetrantes que Julián se vio obligado a desviar la vista. Su tez de color oliváceo era lisa y flexible. Su cuerpo parecía fuerte y vigoroso.
Y aunque sus manos delataban que no era joven, irradiaba tal juventud y vitalidad que Julián se quedó hipnotizado, como el niño cuando ve actuar por primera vez a un prestidigitador.
Debe de ser uno de los Grandes Sabios de Sivana, pensó Julián, casi sin poder contener su alegría.
–Me llamo Julián Mantle. He venido a aprender de los Sabios de Sivana. ¿Sabes dónde podría encontrarlos? preguntó.
El hombre miró pensativo al cansado visitante de un país lejano. Su serenidad y su paz le daban un aspecto angelical.
Luego habló en voz muy baja, casi susurrando:
–¿Para qué buscas a esos sabios, amigo? Presintiendo que, efectivamente, había dado con uno de los místicos
monjes que a tantos habían eludido antes, Julián le abrió su corazón y
le contó su odisea. Habló al viajero de su vida pasada y de la crisis espiritual que había tenido, el precio en salud y energía que había debido pagar a cambio de las fugaces recompensas que le deparaba la práctica de la abogacía. Habló de que había cambiado la riqueza del alma por una voluminosa cuenta bancaria y de la ilusoria gratificación de su estilo de vida «vive deprisa, muere joven». Y le contó sus viajes por la mística India y su encuentro con el yogui Krishnan, aquel abogado de Nueva Delhi que también había renunciado a su profesión en la esperanza de hallar la armonía interior y una paz duradera.
El viajero permaneció quieto y en silencio. No volvió a hablar hasta que Julián mencionó su ardoroso y casi obsesivo deseo de adquirir los antiguos principios de la sabiduría y el esclarecimiento. Poniendo un brazo sobre el hombro de Julián, dijo suavemente:
–Si de verdad tienes un deseo sincero de aprender esa sabiduría, entonces es mi deber ayudarte. Soy, en efecto, uno de esos sabios en busca de los cuales has recorrido tan largo camino. Eres la primera persona que nos encuentra desde hace muchos años. Enhorabuena. Admiro tu tenacidad. Como abogado debiste ser muy bueno.
Hizo una pausa, como si no estuviera seguro, y luego prosiguió:
–Si quieres, puedes venir como invitado mío a nuestro templo. Se halla en una parte escondida de esta región montañosa, pero aún quedan varias horas de camino. Mis hermanos te recibirán con los brazos abiertos. Trabajaremos juntos para enseñarte los principios y prácticas que nuestros antepasados nos han transmitido a través de los siglos. »Antes de llevarte a nuestro mundo y compartir nuestros conocimientos para llenar tu vida de alegría, fuerza y determinación, debo pedirte que prometas una cosa. Cuando hayas aprendido las verdades eternas deberás regresar a tu país y hacer partícipes de esta sabiduría a cuantos la necesiten. Aunque aquí, en estas montañas mágicas, estamos aislados, no se nos escapa el trance por el que atraviesa tu mundo. La gente buena está perdiendo el rumbo. Debes darles la esperanza que se merecen. Es más, debes darles las herramientas para que se cumplan sus sueños. Es todo lo que pido.
Julián aceptó de inmediato las condiciones del sabio y prometió que llevaría el precioso mensaje a Occidente. Mientras los dos seguían ascendiendo hacia el pueblo perdido de Sivana, el sol indio empezó a ponerse, un gran círculo rojo que poco a poco se dejaba vencer por un sueño mágico tras el largo y agotador día. Julián me dijo que nunca ha olvidado la majestuosidad de aquel momento, cuando andaba en compañía de un monje por quien sentía una especie de amor fraternal, rumbo a un lugar lleno de maravillas y misterios.
–Fue sin duda el momento más memorable de mi vida –me confió. Julián siempre había creído que la vida se reducía a unos cuantos momentos clave. Éste fue uno de ellos. En el fondo de su alma, tuvo la certeza de que era el primer momento del resto de su vida, una vida que pronto iba a ser mucho más de lo que nunca había sido.
aquí la parte 1 y 2