A veces, ven mundos paralelos presentes en éste desde la primera chispa que movió el aire con alas de queratina fotovoltaica. No les temen, lamentan que se presenten en tan pocas ocasiones, opinan que es agradable vivir en una dimensión violeta, mientras van pasando las horas en cualquier incómodo trance. No es por curiosidad o espíritu científico, sino por un hedonismo sin adjetivo que lo matice.
El tiempo es asumido por los anfibios como un palimpsesto baudelairiano en el que puede leerse absolutamente todo lo que existe bajo la primera capa; saben que se va y que vuelve diez mil veces en un ahora, que es una medida aleatoria; hubiera podido crearse otra ética que lo contuviera, de eso están seguros, así que tienen en cuenta el paso de los años, pero poco: un relativismo cabezón los abriga contra las ausencias, las llegadas, las miradas oblicuas de reojo lanzadas por las estatuas.
No reconocen todos los colores. Cuando les presentaron el blanco, decidieron olvidarlo por un tiempo, pero al final lo pusieron, junto a los marrones fétidos, en una esquina del último piso del Museo Reina Sofía, para no volver a encontrarse con ellos. El médico opina que son daltónicos ensimismados, pero saben que lo suyo no tiene nombre. Nunca podrán clasificar su náusea, que varía según el índice de la Bolsa. Suponen que un calcetín no es una caja de ahorros, pero tampoco están seguros, se relacionan con el dinero desde una mística extraña: lo aman, por eso quieren que madure y siga su propio camino, que circule, que vuele, que no radique y, a ser posible, que desaparezca del mapa terrestre al encuentro de la luz infinita.
Habitan rincones y ruedan por ellos hasta que llegue el momento en que puedan escupir desde abajo sobre la vida, esquivando el salivazo. "Quizás ocurra en alguna otra existencia", reflexionan, mientras levantan el anillo de un bote de cerveza, recordando a Kropotkin, que lo tuvo peor, el hombre. Les encanta bien fría.
Son exactamente el tipo de ciudadanos de los que querría disfrutar el caos organizado en miméticas construcciones exclusivas, porque cuando se despiertan, en lo primero que piensan es en desayunar tranquilos, en poner paz entre la mente de arriba y esa otra que vive en el estómago, tremendo centro de energía al que comúnmente se maltrata con prisas, escafandras, subterfugios y otros trucos que no consiguen saciarlo. Creen que se llena con paciencia, con ciencia y con un aliño de conciencia y mucha clorofila. Eso piensan, y al caos le gusta.