Estaba sorprendido. Nunca me imaginé que lo que para mí era un mito se había vuelto realidad.
En mi familia existían historias sobre ese árbol. Mis abuelos me llegaron a contar que podía susurrar el futuro a todo aquél que se acercaba a él; mis padres me decían que sus susurros lo pueden escuchar tanto los objetos de sus premoniciones como los incrédulos. Recuerdo cuando les pregunté si habían escuchado esos susurros: todos me dijeron que no.
Y ahora heme aquí de pie, frente a ese árbol frondoso de flores multicolores, cubierto de misterio por el rostro tallado en él. En aquél árbol bajo cuya sombra me había sentado varias veces a leer libros, o me había acostado a ver las estrellas. En aquél árbol cuyos susurros jamás había escuchado hacia ahora.
Susurros que me intrigaron... susurros que ahora he recordado cuando la vi con aquellos dos dragones feroces irguiéndose a su lado.
Drakae Yggdrassil, drakae Rahenir Yggdrassil... Eso fue lo que el Árbol de los Susurros había pronunciado cuando ella, siendo una niña pequeña, tocó su duro tronco. Le había deparado un futuro que no pensé que iba a vivir: Ella iba a ser la jinete del dragón más poderoso que mi ancestro había creado con la ayuda de los Ged, los ángeles de la tierra.
Ella, Cristina, mi nieta, era ahora la jinete del milenario Yggdrassil y del tataranieto de éste, Rahenir. Ella era ahora la que el árbol llamó la Libertadora de Dragones.