Carta al pez
Aún lloro pensando en tu recuerdo. Te veo de frente, juguetón con tu gran sonrisa y esa pose tuya: piernas ligeramente separadas, pies formando una "v", espalda derecha con el abdomen hacia afuera, una mano en la cadera y otra en los rulos de la barba. Recuerdo tu mirada perdida en el suelo, como si pudieras divisar cada partícula que conforma el universo, tus ojos reflejaban el análisis profundo que le brindabas a cualquier tema que despertaba tu curiosidad. Aunque a veces, fingieras ese trance solo para fastidiarme, justo antes de que nos encontráramos. Era gracioso cuando te sobresaltabas al verme, pese a que me vislumbrabas mientras me acercaba. En ese instante, dejabas tus cavilaciones de lado para alumbrarme con tus delirantes ojos cafés, como linternas sobre una zarigüeya descubierta entre la maleza. Por supuesto, yo no me hacía la muerta, pero sí me dejabas sin palabras.
También recuerdo las charlas interminables sobre la física, la vida, el arte, todo. Nuestras divagaciones eran eternas, a veces incluso tautológicas. Pero ¿cómo no lo serían? Transitamos el mismo recorrido, usamos la misma fórmula, seguimos los mismos pasos que alguna vez fueron desconocidos. Al notar que funcionaban, los probamos sin descanso hasta que se convirtieron en rutina. Ya no reflexionábamos realmente sobre las posturas que teníamos, nuestros debates se transformaron en un circuito cerrado.
Claro que, no me cansaba de ver la emoción que desbordabas al descubrir un tópico interesante. Un escalofrío recorría mi cuerpo al percibir tanta pasión. El rubor te pintaba el rostro, tus labios se hinchaban y tus ojos se encendían paulatinamente, a medida que comentabas la razón de tu exaltación, gesticulando sin parar. Entre tanto, lo más profundo de mi ser se elevaba con tu intelecto; eras un DIOS. Yo te prestaba mucha atención, enmudecida y embelesada. Aceptaba tus explicaciones sin cuestionar —ignorando el método científico—, por la hipnosis de tu propaganda. Generalmente me tardaba un poco descifrando tus palabras, aquellas que quedaron plasmadas en mi mente por días, meses, hasta años.
Cuando proferías tus monólogos llenos de vehemencia juvenil, desencadenabas mi lujuria. Por ello, quería disfrutar de tus placeres constantemente, para que así, explotaras mis sentidos con la fogosidad incontenible de tu ser. Me deseaste durante todo nuestro tiempo juntos. La mirada que tenías al hablar con entusiasmo, era similar a la que arrojabas sobre mi cuerpo desnudo. Además, las melodías salvajes que me recitabas al oído, el vapor del cuarto, las sábanas mojadas y el sonido del mueble contra la pared me lo confirmaba. Sin embargo, ese no era el único sentimiento que abrigaba tu corazón. Me amabas, lo sé muy bien. Esa mirada tuya me afirmaba una y otra vez, que con cada paso que dábamos, tu amor crecía. Usualmente, lo notaba cuando con ternura comentabas sobre nuestro futuro, porque tus ojos mostraban una paz inefable.
"... Y en la calle, codo a codo, somos mucho más que dos... "
Benedetti M. Inventario Uno: Poemas de otros (Te quiero). 1995. Seix Barral, Biblioteca Mario Benedetti. Avellaneda, Argentina.
Gracias por tanto
Siempre tuya,
A
A