De a momentos, aún recuerdo cómo me sentía aquella noche. Es un recuerdo vago y difuso que se cruza por mis pupilas como un veloz reflejo punzante que llega de repente para quedarse atascado ahí durante horas. Se apodera de mi mente en noches calurosas como esta que tienen sabor a insomnio de madrugada. Qué curioso cómo funciona nuestra memoria, ¿no les parece? Qué irónico que aún no sepamos qué hacer para almacenar en nuestro cerebro en forma de recuerdos todo que aquello que nos plazca recordar y no aquello que nos deje un sabor agridulce sin siquiera saber por qué. Qué irónico también que nuestra mente dañada decida privarse de lucidez y evoque un recuerdo que no puedes decidir con certeza si te pertenece.
Pero ahí está, atascado otra vez en mi mente. Casi parece que tiene vida propia. Aparece de a momentos para llenar el vacío de mi alma, demandando atención y exigiendo sentimientos pero no logra despertar ni la más mínima reacción. Me quedo con el necio recuerdo de aquella casa. No la extraño ni la desprecio. En mi memoria está su recuerdo y nada más. No puedo decir que sea un recuerdo agradable, más allá de mi sonrisa, no recuerdo ni el más mínimo ápice de felicidad, sólo recuerdo mi sitio en ese pequeño cuarto en el que ignoraba mi entorno.
Ahora que he salido de esa habitación siento que yo vine mal al mundo desde que nací. No es mi culpa, mi desfachatez está ahí desde que tengo memoria. No conozco otra cosa, nací y crecí en cuatro paredes que presenciaban junto a mi cómo todos eran felices ahogando sus penas en alcohol, en drogas, en comida, en sexo. Todo lo que se de la vida se resume a esas paredes, a ese espejo que apenas reflejaba la poca humanidad de las personas que habitaban ahí, a esa cama que le brindaba consuelo a un hombre distinto cada noche, al sonido de las botellas, al retumbar de dos pares de zapatos de taco, al chirrido de los cubiertos, a las rostros inexpresivos en medio de tanta felicidad, a ese olor a esmalte de uñas rojo y a la voz de la Sra. Marta anunciando casi en un susurro la llegada de un nuevo cliente. Ese era mi mundo y ahora que he salido de ese cuarto, no siento que haya cambiado en absoluto.
A veces, aún me siento como ese niño. Es puro egoísmo, no crean que me siento así por cuestiones melodramáticas y nostálgicas consecuentes de algún trauma o de la tragedia que me rodeaba. No, es mi individualismo haciéndose presente de forma egocéntrica. Me siento así porque así lo deseo. Así soy feliz. ¿No ven mi sonrisa cínica? Yo sí, la tengo grabada en mis pupilas. No es esa típica sonrisa genuina representativa de un bebé que está empezando a ver lo maravilloso que es el mundo que lo rodea. No, está llena de descaro y desvergüenza. Es esa misma sonrisa la que tengo ahora en mi rostro. La tengo porque decidí ignorar esa vida desprovista de límites y colmada de excesos que me rodea. Sonrío porque me he aburrido de la desgracia que gobierna al mundo. Así, como cuando era un bebé, como cuando no sabía que todo mi mundo se resumía a ese cuarto, sonrío. Así, soy feliz.
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