Días más tarde, el cillerero me dio a leer en su pizarra unas letras; y yo seguí fingiendo ser analfabeto. El muy hijo del diablo me ponía. “Te quieren matar. Tienes que huir cuanto antes. Tengo que borrar inmediatamente este mensaje, y te lo escribo y no te lo digo de palabra para que no me oiga nadie que te lo revelo”.
No podía, de ningún modo, caer en ninguna trampa. Negué otra vez con la cabeza fingiendo ser analfabeto. Cabizbajo, aparté impasible la mirada de la pizarra como si cualquier cosa de alrededor me distrajera al no saber leer lo que el cillerero escribía.
Pasaron dos semanas de trabajo descargando los primeros granos de la temporada.
Por aquellos días entró una peste en el convento y muchos frailes se pusieron malos. Rodericus y yo nos libramos. En el Temple sabíamos que, en el verano, sólo había que beber agua de pozo, porque las fuentes y ríos, aunque estuvieran cristalinos, algo tenían que mataba a los hombres. Cada Maestre en su castillo lo advertía, al finalizar la primavera, a todos los templarios que andábamos recorriendo mundo en todo momento.
Coincidiendo con el mal de aguas, el bibliotecario murió de un dolor insoportable de barriga al que llamábamos el cólico miserere.
Antes de rezar completas, me citó el cillerero en la cilla con gran misterio en sus gestos apaciguadores del aire, como si fuera en volandas a cada paso que daba. Apagando la voz y mirando de reojo a todas partes, me dijo discreto y cauteloso:
—Mañana, entre sexta y nona, después de mediodía, irás con dos sacos de trigo y le entregarás esto a la esposa del molinero.
En la pizarra que me entregaba había escrito: “Querida mía. Si tuviera otro modo de vida, fuera del convento, me casaría contigo y nos iríamos a la montaña y haría una casa grande. Esperaré hasta que me mires a los ojos y me ames. No sé cuanto tiempo estaremos en Astorga. Me lleva el Abad a resolver unos asuntos en el obispado. Espérame, que volveré pronto. Pienso en ti todo el día”.
Este mensaje, sin pretenderlo, me confirmaba lo que Rechivaldo había confesado; y entendí, de pronto, el jaleo que se habían traído el bibliotecario y el cillerero por turnarse rigurosamente las salidas al molino con el caballo y dos sacos de cereales. No sé por qué, a pesar de la descripción que de ella había hecho, yo la había imaginado gorda, greñuda, quemada del sol, con arrugas en la frente y desdentada. Rechivaldo y los dos frailes no merecían otra cosa. La organización de sus tiempos y horarios para salir del convento turnándose había sido insuperable. Nadie más que yo se había enterado de los entresijos; y después de la muerte del bibliotecario, quedaba el cillerero con las manos libres para hacerse el único dueño de sus encantos.
El Abad, el cillerero, un escribano y el notario del convento se marcharon hacia Astorga en un carromato tirado por tres caballos.
A la hora sexta, cargué los dos sacos y encontré la ocasión de solazarme. Como no había otra cosa mejor, mandé el voto de castidad a tomar vientos y, antes de salir, borré el mensaje de la pizarra pues estaba en mis manos y cualquiera que lo leyera me atribuiría su autoría.
Cuando crucé el río por la pasarela para entrar en la cilla del molino, el ruido de la muela y su carraca con las turbulencias del agua que la movían contrastaban con el silencio y la calma del agua transparente en la balsa de la moldera.
¡Ah, del molino! —grité—. ¿Quién vive?
Até el ronzal a la argolla y crucé la puerta abierta dando voces, porque dentro, el ruido era ensordecedor y sería muy difícil que alguien me oyera.
¡Por las escalerillas del sobrado se me apareció la Virgen María! Bajaba despacio mirándome atenta y sonriente. La belleza hecha formas se me había puesto delante.
Venían a mi cabeza fragmentos de un libro que nos leía el Maestre de San Juan de Acre antes de entrar en batalla siendo yo “pastor de azucenas”,
y ella “señora de los jardines”.
.
Quedé prendado, sin habla. Seguían los versos del Maestre machacones en mis sienes, pero aquella dulzura y suavidad de las escaleras era blanca y rubia como “leuka Galateia”, que le gustaba repetir a mi compañero de caballo en Chipre cuando veíamos una formosa guardándose del sol bajo las palmeras. La de los versos del Maestre era belleza morena. Ella, por el contrario, como las flores más altas de los montes Aquilanos sedosas, amplias y blancas con los estambres dorados, más valiosa en color que todo el oro del Temple. Mientras se acercaba, seguía recordando los sermones del Maestre machacándome la cabeza. La imaginé diciéndome: “Dadme fuerza con pasas y vigor con manzanas. ¡Desfallezco de amor! Poned la mano izquierda bajo mis cabellos y abrazadme con la derecha”.
Cuando pisó el último escalón y ya estaba a mi altura, me quede inmóvil, absorto.
¡Era ella!
¡Gelvira!
Me temblaban las costillas.
Era ella, aunque estaba muy cambiada.
Me cogió de la mano y me invitó a salir al prado verde. Una vez sentados en el suelo blando, sin apagar la sonrisa, me preguntó cómo me llamaba, como si no me hubiera conocido. Al decírselo fijó su mirada en mi frente y desgranó una letrilla cantada con música sublime que decía: “Martín de aguas cristalinas, / truchitas te alimentan, / libélulas y manjares/ de mi huerta./ Hoy pescas/ en el molino /tu sirena. /Ven a refugiarte/ entre mis rocas. /Tus plumas verde-azuladas /me acariciarán agradecidas./ Martín pescador de mis anhelos.”
Aquellas subidas y bajadas de la canción se me han incrustado en el pensamiento, de tal manera que, desde aquel día, todas las mañanas, al despertarme, es lo primero que me viene para canturrearlo. Una canción compuesta expresamente pues nadie la había oído. ¿Le habría hablado de mí el cillerero?
No podía ser de otra manera.
Se tendió en la hierba, alargando los brazos suplicantes.
Yo no me atrevía a tocarla porque se me quebraría como una aguja de carámbano. Ni siquiera me atreví a rozar mi pierna como cuando éramos niños, en el puente Valimbre.
No podía hablar, como si veinte lobos me hubieran rodeado solitario en el monte.
Se levantó ágil, contoneándose saltarina. Y dando vueltas danzaba mejor que las odaliscas de los alrededores de San Juan de Acre. Yo la veía más turbulenta que el torrente, más ligera que el ciervo huyendo, más fugaz que el viento y que los pájaros entre el aire. Revoloteaban versículos que tenía disueltos en mis sesos de tanto haberlos oído recitar en las lecturas de las sagradas escrituras. Sin cesar de danzar me tomó de las manos y me llevó debajo de un ciruelo que crecía en la tapia entre zarzales. Se paró y comió media ciruela madura. Escupió el hueso. En el hueco de la otra media incrustó una zarzamora negra y el bocado lo puso entre mis labios.
Por un momento pensé en el pecado de lujuria al que me acercaba, pero no me remordía la conciencia. Me empezó a remorder por el de idolatría. Se había convertido en una diosa.
Torpe yo e indeciso, sólo me salió decirle: “Eres la mujer más hermosa que he visto nunca en todos mis viajes”.
Sin dejar de sonreírme, me tomó de la mano y me dirigió al caballo que todavía soportaba los dos sacos. Cuando llegamos, se volvió hacia mí, amplió la sonrisa y derramó dos lágrimas enormes diciéndome: “Tú también eres distinto a todos los hombres que he conocido; y a pesar de haber tenido que soportar este secuestro encubierto con toda clase de vejaciones y miserias, siempre te he llevado en mis pensamientos”.
Descargué los dos sacos de trigo de los lomos del caballo; y cargué uno de harina para que el rufián molinero se viera resarcido según costumbre.
Tomé sus manos con las mías y le prometí amor sin palabras, con un beso en cada una.
En la despedida se me quedó mirando no con dos lágrimas sino con dos regueros.
Aquella noche no conciliaba el sueño. Había pecado algunas veces pero nunca había sentido el amor en mis adentros de aquella manera.