"Concurso Cervantes: 6ª Entrega" Plaza Botero

Era la una de la madrugada cuando mi hijo de tres años trepó a la cama y se acurrucó entre su mamá y yo. “Papi tengo miedo, vi un hombre gordo que quería golpearme”. Fui a revisar su habitación y solo vi la sombra de la pelota y la cabeza de un payaso sobre él. Al regresar a la cama traté de tranquilizarlo y le dije que solo lo había soñado, que no había nada que temer. Lo abracé mientras él abrazaba su caballito rechoncho de fieltro con crines de estambre. Ese caballito trajo a mi mente uno de los pocos momentos agradables que recuerdo de mi triste infancia.

En el año 2000, cuando todos daban la bienvenida al nuevo milenio, yo andaba solo por las calles de Medellín. Era un gamín, un niño de la calle. Tenía once años y casi año y medio que había escapado de la casa de mi abuela, un rancho donde solo se respiraba la pobreza y donde el miedo de no poder comer era mayor al de los disparos que se escuchaban en el barrio entre bandas de delincuentes que robaban, traficaban drogas y cumplían trabajos de sicariato. Escapé de casa cuando robé a una de mis tías y fui encontrado in fraganti. Mi abuela me azotó con un cinturón de suela hasta dejar mis costillas y mis nalgas como retazos de piel de berenjena.

Para poder vivir en ese mundo hostil de las calles, pedía dinero a quienes en sus vehículos esperaban en las esquinas el cambio de luz de roja a verde. Después, al ver lo que otros niños hacían, aprendí a hacer malabares con tres naranjas con la esperanza de tener una mejor propina. La competencia era grande entre tantos niños y más aun cuando éramos vistos como delincuentes que robábamos a los transeúntes y a quienes iban conduciendo, todo con la mirada cómplice y bajo la tutela de algún adulto que a lo lejos nos daba protección a cambio de quedarse con la mayor parte del dinero o el botín. Estos adultos nos enseñaban como usar las armas blancas y algunos, hasta armas de fuego.

Anibal Restrepo era uno de esos hombres que protegían a los gamines. Fue con él que dejé de ser un limosnero a convertirme en carterista y mula. Ser mula consiste en llevar drogas de manera oculta para despistar a la policía. Pese a que son gente ruin y violenta, tuve la suerte de no ser abusado sexualmente y de por lo menos comer una arepa con morcilla los domingos y el resto de los días un plato de fríjoles o mazamorra.

En aquellos años, el narcotráfico era el modo de vida de mucha gente pobre en Colombia y era normal ver cómo grandes magnates de la droga eran considerados héroes y benefactores del pueblo, ejemplos a seguir para vencer la pobreza, como aquel señor de frondoso mostacho, educado y elegante que fue una navidad al barrio a regalar juguetes a los niños y bolsas de comidas a las familias. Él reparó nuestra escuela y hasta construyó una iglesia. Años más tarde y lamentablemente para nuestra historia y reputación nacional, sería uno de los colombianos más conocidos del mundo. Su nombre, Pablo Escobar.

Fue en ese año 2000 cuando caminando por la Avenida Carabobo, frente al Museo de Antioquia, vi un grupo de obreros bajando de unos camiones unas cajas de madera enormes. Mientras quitaban las estibas, se veían las voluminosas figuras de metal. Todas grandes, imponentes y literalmente obesas. Vi entre ellos a un gorila, una pareja que se miraban frente a frente como esperando enfrentarse al amor, o como enfrentándose a una pelea de sumo.

No pude resistirme al ver un caballo gordo con aspecto inocentón. Trataba de subir a él dando brincos y deslizándome sobre sus curvas, caía una y otra vez al suelo. “¡Hey, pelao, niño! ¿Qué hace? ¡Váyase!” me gritaban unos hombres que se aproximaban para agarrarme por los brazos. Entre ellos, una voz les ordenó que me dejaran quieto.

El hombre que me defendió, se aproximó hacia mí. Lo había visto llegar dando órdenes de que sacaran todo de los guacales, que eso debía quedarse allí para siempre y que era el regalo para su ciudad. Él era un hombre bien trajeado, llevaba debajo de su chaqueta azul una sudadera cuello de tortuga, con la fragancia de colonia más agradable que he olido. Tenía una mirada penetrante, su cabello entre negro y canoso peinado hacia atrás, y sus labios eran guardados por el candado de una impecable barba.

  • Oiga pelado ¿Cuál es su nombre?
  • Me llamo Fernando, Señor – Dije impresionado que se dirigiera a mí.
  • Ah, parcero. Somos tocayos entonces ¿Te gusta el caballo?

Ni corto ni perezoso, le extendí la mano. “Mucho gusto ¿Me puede dar algo para comer, Señor?”. Se quedó mirándome fijamente, respiró hondo y llamó a una mujer para que me comprara algunas empanadas. Luego volvió a mí y solo dijo “Cuídate Fernando”. No vi mayor expresión en su rostro, pero sentí su gentileza y la impotencia de no poder cambiar al mundo aunque quisiera. Varias veces volví a aquella ciudad de estatuas pero nunca más lo volví a ver.

Semanas después, Anibal Restrepo nos envió a mí y a otro chico con unos paquetes de drogas que debíamos llevar en mochilas de mezclilla deshilachadas a un distribuidor del sur de la ciudad. Después de hacer la entrega en un ruinoso edificio de dos plantas, vimos las patrullas aproximarse a dos cuadras y corrimos a un callejón, saltamos muros, trepamos techos y, entre casas y patios baldíos, logramos avanzar hasta tres calles paralelas. No volvimos a ver a Restrepo. Días después se corrió el rumor por el barrio de que había sido atrapado por la policía.

En lo sucesivo quedé sin protección ni comida. No es fácil tener dinero ni comida de dádivas. Lo poco que obtenía de algún arrebatón o de alguna limosna, era para comprar algo de pan y refresco. Y pegamento de zapatero. Dormía debajo de cajas de cartón con el frío húmedo en los huesos. Aspirar los vahos aromáticos de la pega dentro de una bolsa plástica me ayudaban a mitigar el hambre y el frío.

Una noche cuando lo aspiré sentí como caminar dentro de un túnel de luces que se hilaban desde las calzadas y mi cuerpo se dirigió hasta la plaza de las esculturas. Quise montarme de nuevo en el caballo rechoncho y en el segundo intento, caí sin fuerza al suelo. Una cortina de imágenes borrosas se cerró ante mis ojos, seguido de un zumbido y sonidos de cadenas agitándose.

Reviví los momentos antes de que mis padres murieran. Era una noche en que papá y mamá estaban reunidos en nuestra casa con otra pareja de amigos. Era frecuente en ellos el consumir ingentes cantidades de aguardiente, pero ese día creo que también fumaban marihuana. Tiempo después reconocí ese olor en las calles. Ellos, los cuatro, entraron al único dormitorio del rancho donde mi hermano de dos años y yo estábamos. Mi padre muy ebrio se acostó boca abajo en la cama hasta quedar profundamente dormido, aunque desde la salita se escuchaba a todo volumen la radio, nada parecía perturbar su sueño.

Mi mamá y la pareja se quedaron a charlar entre risotadas, dejando un reguero de comida, vasos y botellas de aguardiente en el piso. Luego comenzaron entre ellos a toquetearse y darse besos. Se quitaron poco a poco la ropa y luego salieron a la salita. Se escucharon las risas, los gritos, los gemidos y de repente mi padre despierta. Al abrir la puerta del cuarto, despierta y regresa para buscar en la gaveta de una mesita un revolver y sale a la salita. Solo recuerdo los gritos y tres disparos. Mi abuela que vivía en la casa de al lado, miró por la puerta asustada a su hijo que tenía el arma en la mano.

  • Pedro ¿Qué has hecho? ¡Mataste a Marta! - gritó
    Papá miró a su madre, apuntó el arma a sus sienes.
  • Mamá, cuida a mis hijos.

Se escuchó el cuarto disparo. Mi abuela gritó, mi hermano lloró, la gente entró en la casa. Yo me acurruqué en el suelo, cerré los ojos y busqué en vano en la frialdad del cemento, el calor perdido del vientre de mi madre.

Desperté con dificultad. Las manos de un hombre sacudieron mi rostro. Era un hombre de edad mediana con un crucifijo en el pecho. Pidió ayuda para levantarme. Me llevó a un seminario donde me alimentaron y me dieron cobijo. Luego me enviaron a un albergue donde recibíamos educación de unos sacerdotes jesuitas. Muy agradecido estoy con ellos porque gracias a ellos llegué a estudiar y ser un hombre de bien.

…..
Miro nuevamente a mi hijo y su caballito rechoncho como el que está en la Plaza Botero. Soy policía y frecuentemente me encuentro con delincuentes juveniles y niños de la calle. Busco a gente de la iglesia y las ONG para que me apoyen a rescatarlos. Estoy asqueado de quienes conciben ideas de exterminio para estos muchachos. Yo tuve una oportunidad y ellos también merecen la suya. Nadie escoge a tan temprana edad su propio destino y no todos tienen quién le muestre que existen mundos mejores que vivir en soledad en las calles…

Concurso patrocinado por el witness @cervantes. No te olvides de votarlo en la siguiente página: http://www.steemit.com/~witnesses

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