CUATRO
Encuentro mágico con los Sabios de Sivana
Tras andar durante horas por intrincados caminos y sendas herbosas, los dos viajeros llegaron a un verde y exuberante valle. En uno de sus lados, los picos del Himalaya ofrecían su protección como soldados castigados por la intemperie que guardaran el lugar donde descansaban sus generales. Al otro lado había un espeso bosque de pinos, tributo natural a esta tierra de fantasía.
El sabio miró a Julián y sonrió.
–Bienvenido al nirvana de Sivana.
Descendieron por otro camino y se adentraron en el bosque que formaba el lecho del valle. El olor a pino y a sándalo impregnaba el aire fresco y límpido de la montaña. Julián, que ahora iba descalzo para aliviar sus doloridos pies, notó la caricia del musgo húmedo. Le sorprendió ver vistosas orquídeas y otras flores hermosas bailando entre la arboleda, como si se deleitaran en el esplendor de aquel etazo diminuto de paraíso.
Julián oyó voces en la distancia, voces suaves y agradables al oído. Se limitó a seguir al sabio sin decir nada. Tras quince minutos de caminata llegaron a un claro. Lo que vio entonces fue algo que ni siquiera el mundano y difícilmente impresionable Julián Mantle podía haber imaginado:
una aldea hecha exclusivamente de lo que parecían rosas. En mitad del poblado había un pequeño templo, como los que Julián había visto en sus viajes a Tailandia y Nepal, pero éste estaba hecho de flores rojas, blancas y rosas unidas mediante largas tiras de cordel multicolor y ramitas. Las pequeñas chozas que punteaban el espacio circundante
parecían las austeras casas de los sabios. También estaba hechas de rosas. Julián se quedó sin habla.
En cuanto a los monjes que vivían en la aldea, Julián vio que se parecían a su compañero de viaje, quien ahora le dijo que se llamaba yogui Raman. Explicó que era el más viejo de los Sabios de Sivana y el líder del grupo. Los pobladores de aquella colonia de cuento de hadas tenían un aspecto extraordinariamente juvenil y se movían con gracia y aplomo.
Ninguno de ellos hablaba, prefiriendo respetar la tranquilidad del lugar realizando sus tareas en silencio.
Los hombres, que parecían sólo una decena, llevaban la misma túnica roja que el yogui Raman, y sonrieron serenamente a Julián cuando
hicieron su entrada en la aldea. Todos se veían apacibles, sanos y satisfechos.
Fue como si las tensiones que tantas víctimas se cobran ennuestro mundo no tuviesen acceso a aquella cumbre de serenidad.
Aunque habían transcurrido muchos años desde que vieran una cara nueva por última vez, aquellos sabios fueron comedidos en su recibimiento, ofreciendo una ligera reverencia a modo de saludo.
Las mujeres eran igualmente impresionantes. Con sus ondulantes saris de seda rosa y los lotos blancos que adornaban sus negros cabellos, iban de un lado a otro con sorprendente agilidad. Sin embargo, no se trataba del ajetreo frenético que invade nuestra sociedad. Aquí todo parecía fácil y alegre. Algunas trabajaban dentro del templo haciendo preparativos
para lo que parecía una fiesta. Otras acarreaban leña y tapices ricamente bordados. La actividad era general. Todo el mundo parecía feliz.
En definitiva, las caras de los Sabios de Sivana revelaban el poder de su forma de vida. Aunque eran sin duda adultos y maduros, irradiaban un aura como infantil, el centelleo de sus ojos traslucía una lozana vitalidad.
Ninguno tenía arrugas ni canas. Ninguno parecía viejo. A Julián, que apenas podía creer lo que estaba viendo, le ofrecieron un festín de fruta fresca y hortalizas exóticas, dieta que, como supo más adelante, constituía una de las claves de la salud ideal que disfrutaban los sabios.
Tras la comida, el yogui Raman acompañó a Julián hasta sus aposentos:
una cabaña cubierta de flores donde había una pequeña cama con un bloc vacío a modo de diario. Aquélla sería su casa.
Aunque para Julián aquel mundo mágico de Sivana era una absoluta novedad, tenía sin embargo la sensación de que era un poco como volver a casa, un regreso a un paraíso que hubiera conocido mucho tiempo atrás. Aquella aldea de rosas no le resultaba del todo extraña. Su intuición le decía que su sitio estaba allí, aunque fuera durante un corto período.
Ése iba a ser el lugar donde él reavivaría el fuego que había conocido antes de que la abogacía le privara del alma, un santuario donde su maltrecho espíritu podría empezar a sanar.
Y así empezó la vida de Julián entre los Sabios de Sivana, una vida de sencillez, serenidad y armonía. Lo mejor estaba aún por venir.
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