Una conversación sobre la muerte (fragmento de una novela inédita y en proceso)

Estimados habitantes del país Steemit: hace algunas semanas publiqué un fragmento de una novela inédita en la que sigo trabajando. Su título provisional es El médico militar. En esta ocasión les presento otro fragmento de la misma novela, al que he llamado “Una conversación sobre la muerte”. Estos fragmentos no siguen un orden. Me acerco a la novela inconclusa, reviso algunas páginas, corrijo sabiendo que es una tarea infinita, voy atrás y adelante, y al final escojo lo que publicaré en este blog. ¿Por qué muestro algo que no está terminado? No estoy seguro; supongo que espero alguna respuesta de los lectores que me de pistas sobre si vale la pena el esfuerzo o no.
Como siempre, sus opiniones serán apreciadas.
Siguiendo la recomendación de @josemalavem, coloco en este enlace la primera muestra publicada.
La historia de Landru y Solange se la debo a Alexandre Dumas. Se encuentra en su libro Los mil y un fantasmas.


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      Sobre la mesa de mármol descansaba el cuerpo de un hombre anciano todavía vestido con humildes ropas de trabajo. Tenía sangre a un costado de la cabeza y en el cuello. Su rostro arrugado todavía mostraba las señales de la vida: la convulsión, la recriminación, el dolor, el desengaño de todas las aspiraciones; de la serenidad de la muerte y la dulcificación de las facciones que según todos los testimonios de las almas sensibles hacían su aparición pocos minutos del después del deceso no había signos visibles. Era un fenómeno que nunca me había sido dado contemplar en mi demasiado larga experiencia y no lo esperaba ahora.

      El doctor Cortesía nos recibió con grandes palmadas en las espaldas y saludos ruidosos. Era mi amigo desde que compartimos las aulas de la vieja escuela de medicina, pero en los últimos años apenas si nos habíamos visto. Me enteré en ese momento de que conocía al teniente Villarreal y lo trataba con cierta frecuencia por razones profesionales. El aire circunspecto del teniente se hacía más notorio en contraste con la humanidad expansiva de mi antiguo condiscípulo. Cortesía señaló al muerto como si nos lo presentara y comentó que lo acababan de traer. Aún no sabían quién era. Al parecer, lo coceó una mula de su propiedad.
      Nos invitó a salir de allí.
      –Hablaremos más cómodamente afuera –dijo, al tiempo que sacaba un pañuelo del bolsillo y se secaba la cara sudorosa–. Hay por aquí un pequeño jardín en el que resulta agradable pasearse cuando uno está cansado de examinar vísceras. La muerte, mis queridos amigos, apenas si me deja tiempo para algo más.
      Mientras recorríamos los pasillos en los que se amontonaban los enfermos, contemplaba en mi amigo las señales de mi propio deterioro. Recordaba a Cortesía como a un joven robusto y lleno de gracia que se movía con facilidad como si su cuerpo a pesar de su volumen no pesara, inclinado a las divagaciones y a las largas disertaciones especulativas. Ahora su abdomen arrastraba su cuerpo y se hubiera dicho que lo guiaba, marcando el ritmo de sus pasos. Su pelo, escaso y gris, colgaba en mechones desordenados sobre sus hombros. No me hacía ilusiones sobre los efectos de los años en mí mismo, pero me había acostumbrado a no mirarme en los espejos y eso me mantenía apartado de las desilusiones diarias.
      Nos instalamos en un jardín lateral del hospital en el que había varios bancos de madera. Cortesía y yo ocupamos uno, y el teniente Villareal dijo que prefería mantenerse de pie. La sombra de un árbol nos cubría. Cerca, en otro de los bancos, dos mujeres permanecían abrazadas en un gesto de consuelo y desesperanza que se me hacía muy familiar. A simple vista, no podía determinar cuál de las mujeres era la enferma, porque ambas se veían igual de macilentas y agotadas. Tal vez las dos estuvieran enfermas y se consolaban mutuamente, pensé. Tal vez ninguna de las dos, y sólo esperaran malas noticias.
      –Tenemos quince años acumulando desgracias sobre desgracias y estos escasos tres años de paz inestable e incompleta no son suficientes para curar las heridas –dijo Cortesía como si continuara un argumento que hubiera estado rumiando en silencio, y sospeché que así era–. ¿Sabían que todavía hay grupos armados de realistas en los campos y en los caminos y se dedican al pillaje, al asesinato y al bandolerismo? Por supuesto que usted ya conoce esa situación, teniente, pero yo me acabo de enterar, y de la peor manera. Ayer trajeron a cuatro hombres asesinados por una partida realista. Los mataron luego de robarlos y obligarlos a dar vivas al rey. Uno de los hombres, el más joven de todos, estuvo vivo el tiempo suficiente para contarme esa historia. La paz completa y perfecta de la república aún está muy lejos.
      El teniente afirmó que ya conocían la situación de los bandoleros y en ese mismo momento se procedía a darles caza. Luego Pedro Cortesía había comenzado a hablar sobre las condiciones precarias del hospital y la urgente necesidad de construir otros.
      –Nos dicen que no hay dinero, que apenas alcanza para pagar a las tropas que van a la guerra con el Perú, que es inminente. Me gusta el trato con los muertos, porque con los vivos… Se quejan de que no hay medicinas ni camas ni nada, en verdad. Cuando me toca tratar a alguien que todavía no se ha muerto no puedo dejar de verme como agente del dolor, y no de la salud o la curación. Se entiende que los pacientes nos endiosen y nos detesten por igual. Eso nunca sucede con los difuntos. Hablan poco, y cuando lo hacen suelen decir la verdad.
      –Por eso estamos aquí –dije, recordando la tendencia a las divagaciones de mi antiguo amigo y tratando de impedir que se perdiera en el laberinto de sus propias palabras.
      –Ya me había avisado el teniente. No es mucho lo que les puedo contar y no sé si les servirá de algo.
      –Cualquier cosa será útil.
      –No me tocó a mí examinar el primer cadáver, pero hablé con el doctor García y él me puso al tanto. Comparando mis notas con las suyas, encuentro que el examen de los cuerpos revela suficientes simetrías como para pensar que fueron las mismas personas las que cometieron los dos asesinatos. Sabes que viví un tiempo en Londres y allí aprendí algo de la nueva ciencia forense.
      –¿Y qué encontraste?
      –No son lesiones frecuentes; al contrario, son inusuales cuando se trata de un robo con asesinato, aun aquellos ejecutados con saña singular.
      –¿Más de un atacante? ¿Seguro?
      –Completamente. Ambos cuerpos presentan golpes en la cabeza y en varias partes del torso. Pienso que primero los aturdieron, tal vez con una porra o un objeto similar. No hay heridas en los brazos, que son bastante frecuentes cuando la gente se defiende de un atacante con un cuchillo, aunque sí moretones. Luego presentan dos heridas mortales, muy precisas. Una es una cuchillada en el hígado, y la otra es un tajo en la garganta que seccionó las arterias principales y la tráquea. Diría que mientras un agresor, colocado a la espalda de la víctima, cortaba la garganta, el otro, al frente, perforaba el hígado.
      –¿Sólo dos cuchilladas?
      –Sólo dos. Y muy limpias. Sabía que eso llamaría tu atención –contestó Cortesía dejando que una sonrisa asomara en su rostro.
      Yo también sonreí sin estar seguro de la razón. ¿Orgullo profesional?
      –¿Por qué es importante el número de heridas? –preguntó el teniente Villareal.
      –Eso nos puede proporcionar una pista sobre los atacantes –dije, comenzando a sentirme entusiasmado, a mi pesar–. No es tan fácil acuchillar a alguien, sobre todo si la persona está consciente, y mucho menos cortarle la garganta. El agresor suele hacer más de un intento; casi siempre se presentan cortes de menor importancia alrededor de la herida principal. Son muy frecuentes en los brazos y en las manos. En este caso tenemos dos cuchilladas, dos heridas mortales. Eso significa que buscamos gente con habilidad y práctica.
      El teniente Villarreal soltó un breve bufido por la nariz
      –Menuda tarea. ¿Cuántos degollados hubo en la guerra? ¿Diez mil, quince mil? ¿Cuánto soldados, entre realistas y patriotas, participaron en esas matanzas? ¿Cientos, miles? Yo conocí a más de uno. No eran soldados particularmente crueles. Hacían su tarea y nada más. Algunos hasta tenían remordimientos después, o les pedían perdón a los que iban a matar.


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      –Todos los que estuvimos en los campos de batalla guardamos memoria de varios de estos soldados –dije queriendo precisamente borrar esa memoria, enterrarla bajo la montaña de los hechos cotidianos de esos pocos años de paz; pero con los recuerdos pasa que mientras más nos esforzamos en negarlos más presentes se hacen.
      –No necesariamente tienen que ser soldados –agregó Cortesía–. También un carnicero sabe manejar un cuchillo, y un cirujano, ni hablar. Claro que un carnicero sabe cómo desollar una vaca, y cómo extirpar sus órganos, pero no dónde está el hígado de un hombre. Vamos, que son cosas distintas. Lo mismo sucede con los cortes en la garganta. Hay que tener un pulso firme, una buena herramienta y estómago firme. Esta historia me recuerda varias preguntas que los médicos nos hacemos desde hace mucho tiempo. ¿Sienten dolor los decapitados? ¿Conservan la conciencia cuando la cabeza es separada del cuerpo? Como dije, son preguntas muy viejas y nadie ha podido llegar a una conclusión satisfactoria. ¿Conoce la historia de la muerte de Charlotte Corday, teniente?
      –No me digas que crees ese cuento –traté de interrumpir a mi amigo.
      –Sé quién fue, por supuesto –dijo Villarreal–, pero no recuerdo ninguna historia más allá de que perdió la cabeza en la guillotina por haber asesinado al ciudadano Marat en su tina de baño.
      –Es una historia ya vieja, teniente –dije, resignado–, que circuló mucho cuando ambos estudiábamos medicina. Estoy seguro de que el doctor Cortesía tendrá mucho gusto en relatársela.
      –Se afirma en París –Cortesía recostó la espalda contra el respaldo del banco y sacó del bolsillo de su chaqueta un pequeño tabaco que procedió a encender con movimientos precisos de su mechero de yesca–, y cualquiera se lo puede jurar, como tuve ocasión de constatar hace algún tiempo personalmente, que cuando la cabeza de la infortunada muchacha cayó en la cesta, el asistente del verdugo la tomó por los cabellos, la mostró a la multitud y luego la abofeteó. Todos los presentes pudieron ver cómo un rubor de pudor y vergüenza se extendió por ambas mejillas, y no sólo en la que había sido mancillada. El fenómeno fue tan claramente observado por todos que a gritos pidieron castigo para el insolente y este fue detenido en el acto y llevado a un calabozo.
      Con el índice y el pulgar de la mano derecha, Cortesía se quitó una hebra de tabaco de la punta de la lengua.


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      –Nunca había escuchado semejante cosa –dijo Villarreal sin tratar de disimular su incredulidad.
      –El doctor Cortesía es una fuente inagotable de historias –dije, sonriendo y perdiendo parte de la tensión que me había acompañado durante las últimas horas. La absurda invención había logrado distraerme durante unos instantes.
      –Espera. Hay más –continuó Cortesía, recuperado un entusiasmo que creí ya agotado–. Durante estos sucesos, cuando la corte francesa perdía varias cabezas cada día, se sucedieron gran cantidad de noticias a este respecto. Había un doctor que, con autorización del Directorio, y avalado por Monsieur de Guillotin, se encargaba de tomar cada cabeza que caía en la cesta y, antes de que la sangre abandonara del todo su recipiente, procedía a interrogarla. Preguntaba el nombre de la víctima y su rango en la corte y si sentía algún tipo de dolor. A su lado tenía a un escribiente encargado de recibir las respuestas. Se dice que logró acumular pruebas suficientes que demostraban una actividad consciente durante unos pocos segundos después de la muerte, pero la mayoría de las respuestas eran incoherentes, simples balbuceos o expresiones de sorpresa y pesar.
      El teniente Villarreal, que continuaba de pie, nos miró con expresión perpleja. Yo me mantenía atento a las palabras de Cortesía, pero con una especia de tibieza de ánimo; ya había escuchado antes todo esto.
      –Se dice también –continuó Cortesía con voz que quería seguir siendo la de siempre, un poco ronca y más alta de lo que la buena educación recomendaba, pero sin él advertirlo se hacía baja y susurrante como la de los contadores de historias cuando quieren cautivar a un auditorio poco dispuesto– que este doctor y su ayudante sufrieron la misma suerte que sus objetos de estudio cuando de Guillotin cayó en desgracia. Ignoro si alguien se preocupó por recoger sus palabras póstumas. El asunto es que el voluminoso legajo con las respuestas de los guillotinados se extravió en los años del Terror, con lo que la ciencia perdió un valioso documento que pudiera decidir esta polémica milenaria. También está la historia de Albert Landru, médico y físico, con amigos importantes en el ala radical de la Asamblea, que seguramente conocerán. ¿No? En esos mismos días de confusión trató de huir con su amante, una joven aristócrata de quien nunca supo el verdadero nombre y a quien sólo conoció como Solange. Le había conseguido papeles falsos para que escapara a Inglaterra, pero ella no quiso abandonarlo y se quedó. Landru hacía experimentos con los cadáveres de los aristócratas que día a día le llevaban a una antigua capilla del cementerio de Clamart. Los cuerpos de los ajusticiados llegaban en una carreta y las cabezas en un saco. Había instalado un verdadero laboratorio; llevaba adelante aquellas experiencias con ayuda del galvanismo. Una tarde escuchó que del saco en un rincón provenía un lamento apagado. Con sumo horror desató el nudo que mantenía cerrada la boca y unas cabezas rodaron por el suelo. Entre ellas la de su amada. Y precisamente de ella venía el lamento. La cabeza aún alcanzó a pronunciar su nombre: Albert; un brillo iluminó su mirada y luego cerró los ojos para siempre. Ese mismo día la habían descubierto, detenido, juzgado y ejecutado.
      –Doctor –dijo el teniente forzándose a hablar con calma–, yo nunca vi proferir ninguna palabra a los degollados. Antes sí, mientras los conducían al sitio en el que morirían. Entonces todos hablan, a menos que estén tan aterrorizados como para despegar las mandíbulas.
      –Debo reconocer que no creo del todo la historia, pero me resulta muy sugerente –dijo Cortesía recuperando su tono de voz habitual–. Cuántas cosas podríamos aprender sobre la muerte si los propios difuntos nos hablaran, y no me refiero a la vida de ultratumba, superstición en la que dejé de depositar mi fe hace mucho. Los procesos corporales y los de la mente; el verdadero misterio está allí
      –Pienso que tus muertos no se mostrarían muy agradecidos por la oportunidad –intervine con una sonrisa que quiso ser animada, pero sólo consiguió esbozar una mueca.
      Las dos mujeres en la banca cercana se habían marchado sin que yo lo advirtiera y su lugar lo ocupaba un hombre joven con la cabeza vendada. Bajo la tela sucia, que cubría parcialmente su ojo izquierdo, tenía infinitas cicatrices alrededor de los ojos y en las mejillas. Su mirada iba más allá de nuestro pequeño grupo, fija en un punto invisible. Me comenzó a resultar familiar de una manera incómoda. Se diría alguien a quien tenía la obligación de recodar, pero que había olvidado de una manera incomprensible e imperdonable.
      A mi lado, Cortesía suspiró y durante un instante volvió a ser el muchacho que yo recordaba tan bien y con quien había compartido una etapa de descubrimientos y peligros que, esperaba, no se repetiría.
      –Tienes razón: no sabemos nada de los muertos, Javier –dijo–, apenas que están más allá de nuestras dudas y nuestros razonamientos. Esa es la única verdad en la que creo.

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GRACIAS POR LA VISITA. VUELVAN CUANDO QUIERAN.

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