El lobo rojo (I)

Fuente

Cristina

Una melodía... Algo vieja, de esas que mi abuelo solía escuchar en su vieja radio de frecuencia corta de una marca que no recuerdo... No sé por qué se me vino a la mente esa melodía. Solo recuerdo cuando mi abuela, aún después de que mi abuelo muriera, se paraba junto a la radio a escucharla mientras que yo meneaba la cabeza.

Too-ra-loo-ra-loo-ral...  Hush now, don't you cry... Sí, ya recuerdo cuál era.

Una mano me toma de la barbilla. Lo miro directamente a los ojos: Eran azules, bellos pero fríos, sin alma ni emociones. No entiendo lo que dice; parecía que todo a mi alrededor daba vueltas. Malditas cargas eléctricas que me dejaron débil. Malditos infelices que me han traído ante el más grande los hijos de puta, porque esos ojos, por muy hermosos que fueran, pertenecían a alguien que quizás ha violado a inocentes como si fuera el rey del mundo.

Los maldigo a todos.

No sé qué les habrá dicho. Ignoro lo que ellos le habrán dicho. Mi mirada estaba concentrada en el piso; mi mente estaba ocupada reproduciendo cabalmente, cuan recuerdo de la infancia,  I got the right to sing the blues como una forma de entretenerme, de escapar de la inminente pesadilla aunque sea en espíritu.

De repente me imagino mi rescate: las manos que me sostenían me soltaron y las mías evitaron que mi rostro se golpeara contra el azulejo café;el sonido de unas pisadas fuertes, seguras, imponentes, llegando a mis oídos a su vez que notaba cómo los zapatos negros de Ojos Fríos evidenciaban la caída de éste al suelo.  Me imagino que levanto la mirada para encontrarme con otros ojos mucho más gentiles y dulces, diciéndome "he pasado noches en vela buscándote... Pero te encontré, mi amor. Te encontré..."

Suprimo un suspiro. 

¡A mis 30 años imaginarme cosas como colegiala enamoradiza! Y encima de todo virgen. 

Sí, virgen a mis 30 años. Yo, Cristina, virgen y víctima del sacrificio a las perversidades que me aguardan como futura esclava sexual en algún prostíbulo sórdido sin ninguna oportunidad para escapar, salvo por el suicidio.

Levanto la mirada. El hombre de los hermosos ojos fríos había abierto una maleta con el dinero para mostrárselo a un hombre de cabello negro ataviado con camisa negra y pantalones de mezclilla, quien con una sonrisa asintió la cabeza. Ojos Fríos (así se va a llamar el tipo este) cierra la maleta y la entrega. El Marica (sí, lo llamaré así por poco hombre y por hijo de puta) le indica con un gesto a sus compinches que me lleven hacia el auto de Ojos Fríos, uno de color tan oscuro como su misma alma.

Con "delicadeza" me obligaron a recostarme en el asiento trasero mientras que Ojos Fríos se sentaba en el asiento del conductor y encendía el motor para marcharnos.  Desde mi "cómoda" posición dentro del automóvil lograba ver unos edificios antiguos que para nada reconozco. 

"Y eso que no conozco muy bien toda mi ciudad", pensé mientras cerraba los ojos en un intento por evocar alguna canción que mantuviera mi mente ocupada.

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