Charles
La tomo del cabello y la obligo a levantarse. Luego, tomándola fuertemente del brazo, nos quedamos quietos en espera de que los hombres de Domink terminaran de romper la puerta.
El bastardo entró primero, visiblemente alterado. Pretendió acercarse a la chica, pero se lo impedí con esta pregunta:
-¿Cuánto pides por ella?
Se me quedó viendo como si estuviera loco. Bueno, sí estoy loco, porque no es normal comprar a un "objeto" sin probarlo, especialmente si éste me ofrece lucha y me dirige esa mirada de tristeza como si me suplicara que no la deje con esos tíos.
Domink pasó su mirada hacia la chica; ésta respiraba entrecortadamente, dirigiéndole esa mirada de odio y desafío.
-Ella trató de matarte -me recordó, muy contrariado.
-Lo sé. Eso la hace interesante, al menos para mí. Además, me dijiste que es mi regalo por el servicio. Y conociéndote, no se trataba de la persona.
Guardó silencio por un momento hasta que, aún con la contrariedad en el rostro, se volvió hacia uno de sus asistentes y le pidió que le trajera la computadora.
-¿Cuánto pides por ella?-le insistí.
-800 mil euros. Es lo que gasté en esta mujerzuela.
-Te daré 900 mil por las molestias. ¿Estás de acuerdo?
-Me parece justo.
Su asistente llegó con la computadora abierta. Domink le indicó con una seña que me acercara la computadora para hacer la transacción.
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Cristina
Miré de reojo lo que el infeliz tecleaba en la computadora. La cantidad que transfirió de su cuenta a otra me sorprendió muchísimo. No sabía que valía 900 mil euros.
Los dos hombres nuevamente dialogaron en ese idioma raro; el primero parecía protestar y el segundo, quizás exasperado, le replicó quién sabe qué cosa. Al final, el hombre me jaló en pos de sí y me sacó del cuarto. Estuve tentada de preguntarle qué había hecho, pero creo que eso no era necesario; una transacción de semejante cantidad de dinero solo se daría lugar en condiciones de compra-venta, así que me conformaré con pensar que fui comprada por el tipo mal encarado.
Apenas subimos a una limusina color negro, el hombre se volvió hacia mí y me preguntó:
-¿Sí sabes qué te ha pasado ahora ahí dentro?
-Compra-venta - fue lo único que le respondí mientras desviaba mi mirada hacia la ventana.
Él no me dijo nada más. Se limitó simplemente a mirar hacia el otro lado. "Bien", pensé, "al menos no estaré escuchando sus insultos por un buen rato".
Mirando el paisaje, me di cuenta de que no estábamos en mi ciudad como lo creí. Las casas, quizás del siglo XVIII o XIX, se levantaban como guardianes de un tesoro en medio de las calles iluminadas con anuncios parpadeantes escritos en...
-¿Francés? -murmuré.
Oh, Dios... ¿En dónde diablos estoy?
-¿Estamos en Francia?
-¿Qué dijiste? - escuché que me preguntara.
-¿Estamos en Francia? -le repetí, esta vez en inglés.
Me miró con cierta indiferencia. El conductor, una persona de tercera edad, fue el que me respondió de manera afirmativa, añadiendo la palabra "París". Me volví otra vez hacia la ventana; de inmediato había reconocido aquella cafetería que apareció en la película Amelie, Le Deux Moulins. Apartándome de ahí, mi respiración empezó a pausarse.
Estoy en la capital francesa, en el otro lado del globo. Estoy atrapada en una de las ciudades más populosas de Europa, a merced de un tipo con ideas muy, pero muy macabras, a juzgar por la mirada complacida con la que me dirigía.
"Debo escapar a como dé lugar de aquí", pensé con resolución mientras acechaba por la ventana por tercera vez.
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