El lobo rojo (IV)

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Cristina

NO RESPIRES, NO RESPIRES, ¡NO RESPIRES!. Una y otra vez me lo repito a mí misma. Sé que estoy haciendo una locura, que estoy consciente de aguantar la respiración no me matará del todo (justo ahora lo recordé), sino que logrará que me desmaye. Lo sé, mas no permitiré que el cerdo infeliz que me está estirando el brazo hasta rompérmelo abuse de mí.

Lo ignoro. Y él, quizás harto de obligarme, me soltó.

No sé hacia dónde se fue ni me interesa. Solo volteé tantito mi rostro, enfocando mi mirada hacia las almohadas... Hacia el cuchillo que estaba a pocos metros de ahí.  Consciente de que quizás sea una trampa, con cierto esfuerzo tomé el cuchillo furtivamente y, pcoo a poco, dejé salir el aire mientras reunía todas mis fuerzas empuñando mi nueva arma. 

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Charles

Maldita sea. Nunca en mi vida había visto a una mujer más obstinada como la que estaba en la cama tratando de quitarse la vida.  Quisiera entender su elección, pero más que entenderla, la admiro. Las mujeres que caen en las redes internacionales de tráfico humano generalmente se la pasan llorando y suplicando que las saquen de donde están; siempre están con moretones, con los ojos llenos de terror ante la idea (50% cierta y 50% falsa) de que sus familias peligrarían si ellas no hacían lo que se les ordena.

Pero ella... Ella tiene más cojones que todas las demás para elegir la muerte sobre la vida. 

Miro a través de la ventana. El lado de la Rue Bonaparte en el que me encuentro era tranquilo, silencioso, lejos de los colores que inunda la parte comercial. No hay duda que por Domink eligió este lugar para establecer su base de operaciones como representante de la Steaua d'Est, uno de los tantos nombres de la mafia rumana; nadie salie, nadie ve, nadie oye lo que sucede en la residencia. Joder que tiene buen tino.

Me vuelvo hacia ella.

Está respirando, pero está inmóvil. ¿Habrá cambiado de opinión y, quizás, estará pensando en pedirme ayuda? De ser así, con toda el alma lo lamento. No puedo darme el lujo de perder a uno de mis mejores clientes.

-¿Te rendiste?

No me contestó.

Me acerco a ella y la tomo del brazo para obligarla a levantarse...

-¡Mierda! -exclamé cuando sentí cómo con todas sus fuerzas me clavó el cuchillo en mi hombro, obligándome a alejarme de ella. 

La miré. Ella respiraba agitadamente, con una mezcla de miedo, odio y desafío en sus ojos. 

-¡Maldita perra! 

-¡Perra la puta de tu madre, cerdo de mierda! -me replicó con un buen inglés mientras me alzaba el dedo medio.

Unos pasos la distrajeron. Parece ser que los hombres de Domink habían escuchado el alboroto, así que ella de inmediato agarró las fundas de las almohadas, hizo un nudo con ellas y las enrrolló en las manijas de la puerta. Podía ver que le dolía el brazo, pero eso no parecía importarle.

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