Seifiro me llevó hasta un bosque de pino y encino maduro: el caminar era sencillo, pues la mayoría de los árboles sobrepasaban los 20 metros. Solamente sonaba el rebotar del contenido de nuestras mochilas y las pisadas de nuestras botas. Una cuerda, velas, vasos, pintura y un libro de tapa oscura; todo eso traía Seifirio en aquella mochila negra de piel. Hacía ya varios minutos que no existían las palabras entre nosotros, como si el bosque se llevara los temas de conversación e inundara todo de la más profunda soledad. Sabía que Seifiro estaba ahí y él que yo seguía sus pasos, pero cada vez lo sentía más lejano, como si viera a través de un espejo: parecía como si estuviésemos en mundos distintos.
-No te preocupes, de eso se trata el ritual: de separarnos -me sobresalté de pronto; era como si él hubiera leído mis pensamientos. -Yo no puedo entrar al universo de Rathepthlam, pero tú sí. Es por eso que, desde que veníamos de camino, he estado pronunciando una especie de conjuro, para que nos separemos.
-Espera… ¿Tú leíste…
-Sí. Es el truco más viejo del mundo. Si sobrevives te enseñaré a hacerlo. Ahora bien, el problema de que estemos separados es que, conforme el tiempo pase, nuestra conexión se hará más débil. No hay tiempo que perder: aunque sigamos caminando juntos, cada uno verá algo distinto. Yo seguiré en el bosque, pero tú me tienes que decir qué ves. Cada vez que intenté esto, la persona elegida veía algo diferente en el universo de Rathephlam, así que necesito que seas específico para poder encontrar algo que nos beneficie. ¿Entendido?
-Está bien. Por cierto, ¿alguien ha salido de este “universo paralelo”? -tragué saliva.
-La verdad es que prefiero no hablar de eso. Intentemos no arruinarlo. Sigamos caminando.
El lugar donde me encontraba olía a una extrema humedad. Parecía como si estuviera en una caverna: no había ningún rastro de vida. Seguimos caminando por dos minutos, hasta que una luz tenue apareció al fondo. Cuando llegué al origen del resplandor, noté que era una lámpara. La tomé y, mientras buscaba algún indicio en el mundo de Rathephlam, le explicaba a Seifiro hasta el más mínimo detalle que veía y sentía: la humedad, la sensación de peligro y de acecho y el ruido que emitía hasta el más ligero sonido; mi respiración sonaba como un eco potenciado por la nada. Luz, pasos, ruidos, humedad. No había nada: como si Ratheplham hubiese acabado con cualquier signo de materia.
Cada paso que daba me alejaba más de Seifiro y de mi realidad. Todo comenzó a temblar de repente, como si hubiese pisado un interruptor secreto en cualquier película de Indiana Jones. Grité y le dije a Seifiro lo que pasaba. Me dijo que no debía preocuparme ni alterarme: ese podría ser mi último error; que él intentaría sacarme. Comenzó a recitar otro conjuro mientras avanzábamos con mayor lentitud. Mi suelo se movía como si se trataran de arenas movedizas. Un gruñido inundó aquella cueva que parecía de un tamaño infinito. Intenté con todas mis fuerzas no salir corriendo de aquel lugar y, mientras Seifiro encendía las velas, el suelo comenzó a tomarme, como si miles de serpientes hubiesen descubierto a su presa.
-¡Maldición! ¡Sácame de aquí, maldita sea! -Seifiro me ignoró y siguió con su ritual. La desesperación me invadió y no estaba dispuesta a salir de mí. Después de terminar su conjuro, Seifiro lanzó la cuerda hacia mí y me jaló con todas sus fuerzas.
Antes de salir de aquel universo, descubrí que me encontraba encima de Rathephlam. Vi un ojo monstruoso, quizá del tamaño de un elefante, de una montaña, de un planeta. Había despertado y sabía que estaba ahí. Lanzó un rugido que, de haberme alcanzado, seguramente me hubiese desintegrado. Ahora estaba con Seifiro y podía ver las hojas de los pinos y los encinos. Ignoro cuánto tiempo pasé en esa posición, viendo al cielo que adquiría un tono rojizo, pero que en mi mente solo estaba ese ojo. Sabía que todo ya estaba planeado. No importaba lo que hiciera, mi muerte ya estaba pactada. Mi vida ya no valía nada.
La lucha había comenzado y yo solo era un caparazón frágil, relleno de vísceras y un insignificante latido, que no tenía oportunidad contra aquella bestia cósmica.
Aunque siguiera sintiendo, y por mis venas la sangre siguiera fluyendo, yo sabía que ya estaba muerto.
-Dann Axkaná
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