No debe haber sido fácil para los primeros homínidos darse cuenta de la llegada de la muerte. Las señales no eran claras. La quietud y el silencio también estaban presentes en las etapas del sueño. Quizá lo que empezó a despertar la conciencia de que había algo diferente fue el olor procedente de los cadáveres en descomposición.
Sabemos que desde hace cien mil años los primeros hombres ya entendían el concepto de la muerte, se ocupaban de darle un trato distinto a los difuntos. Escogían sitios apropiados y dejaban a los cuerpos con algún tipo de ajuar.
¿Por qué buscar un sitio especial? ¿Por qué no dejar a los muertos tirados en el terreno? Los seres primitivos tenían conciencia de la trascendencia, del más allá. Estaban dotados de una capacidad innata ─ ¿obra del creador?─ para poder intuir que, luego del final de la vida, había algo desconocido, distinto a la nada.
Durante la mayor parte de la historia humana el hombre no ha estado solo ante la muerte, lo han acompañado sus Dioses. Todas las culturas han cimentado algún tipo de creencia sobre ese tiempo inminente. Diversas divinidades han dado acompañamiento en el tránsito hacia el otro mundo. En esas condiciones, de la mano de la divinidad, no tiene por qué ser terrorífica la certeza de morir, probablemente sea algo muy natural.
En nuestro mundo Occidental las cosas han sido diferentes. Desde hace unos quinientos años se inició un camino para poner entre paréntesis las creencias religiosas, sobrenaturales y misteriosas. Los hombres del renacimiento echaron a andar un sistema de razonamiento que poco a poco fue separando la razón de la fe, empezó a gestarse allí nuestra sensación de soledad ante la muerte.
La razón ha servido para iluminar nuestro entendimiento de una forma grandiosa. Muchos enigmas han sido descifrados por el escrutinio acucioso de la ciencia. Hemos avanzado en todos los campos del saber y de las comunicaciones.
Pero todo ese avance en nuestra manera de conocer ha tenido un costo muy alto. Al poner en manos de la ciencia la explicación de las grandes verdades, hemos dejado de creer en el misterio, se nos han cerrado muchas vías para aceptar la existencia de lo sobrenatural.
El hombre de este tiempo sufre de una gran soledad. En su soberbia por creer que puede abarcar todo el conocimiento de la realidad, ha decidido dejar de lado a sus Dioses. La muerte de Dios fue decretada por Nietzsche hace unos ciento cincuenta años.
Hemos creído que para enfrentar el sufrimiento basta con la solución bioquímica, que nos permite anestesiarlo y narcotizarlo. Sin un Dios que nos lleve de la mano hacia el destino final, nos enfrentamos a la muerte completamente solos y desnudos, de allí el gran terror que la acompaña.
Podemos aprender a entender la muerte de otro modo, otras culturas contemporáneas con la nuestra la ven de forma más amable. Algunos creen que es solo el paso hacia otro nivel de la existencia. Otros, que es el camino de reencuentro con el creador. Cómo nos situamos en esta encrucijada de la vida es una elección nuestra. Siempre ha sido así. Desde el origen de los tiempos gozamos de la posibilidad de decidir, es lo que llamamos el libre arbitrio. Dejemos que la gracia de Dios habite de nuevo nuestro ser.
Gracias por su tiempo.
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