Nunca me imaginé lo que pasaba en la casa. Después de mirar la iglesia de los sacramentinos, tirado de güata agarrados de la mano con Ana, durante varios días, puedo asegurar que echaba de menos, mi cama, la comida de mi tía, hasta los gruñidos de tu abuela; Echaba de menos dibujar. Pero la realidad era otra teníamos que levantarnos por turnos de 10 minutos para estirarnos e ir al baño. Sabíamos que vigilaban la casa y no podíamos arriesgarnos a que vieran a más de una persona de pie, no podíamos ni hablar. La cosa es que no recuerdo porqué, pero nos mandaron a otro sitio, no me gustaba ese lugar, pero salir a la calle tampoco me parecía una idea brillante.
Esta vez sin indicaciones, otra dirección. Ana se agarró de mi y devolvió su dirección. "Me voy con él", dijo decidida al que repartía los papeles, este se encogió de hombros, a él le daba lo mismo, sin embargo a mi parecía que me hubieran hinchado el pecho de orgullo. “San Ramón, padre Alberto” Por primera vez agradecí que a mi “Taita” se le hubiera metido en la cabeza que estudiara arquitectura, justo ese semestre me conocí todas las iglesias de Santiago, porque nos hicieron dibujarlas, definirlas y cuanta cosa, Yo sabía donde estaba, yo entendía lo que decía el papel.
Ilustración creada por @senoralonchafina
Y como si fuera una carrera agarré a Ana y nos fuimos camino al Parque O’higgins, porque en un borde estaba la Iglesia de San Ramón, bajamos por San Diego y veíamos los comercios cerrados y el azul del cielo parecía una broma, pero me vino la güevones de nuevo; Aunque ahora Ana esta desarreglada, chascona y no oliera a rosas después de una semana, me parecía más linda que nunca, entendí por primera vez la palabra “compañera”, palabra que tantas veces mal utilicé . De repente la agarré y la apreté contra mi, me miró asustada, supongo que yo no era un príncipe en ese momento, pero yo que sé, de pronto nos estábamos besando, en la calle, en plana calle República. Cómo podía imaginarme lo que pasaba en el resto del mundo, en mi casa o pensar en los "pacos" que nos miraban.
Cuando llegamos a la iglesia, la cúpula nos parecía imponente y al entrar estaban cuatro viejitas rezando, era un martes, creo, pero nos miraron con miedo las señoras; Fuimos concientes de nuestra imagen entre fugitivos inexpertos y mendigos, así que calladitos nos arrodillarnos al fondo, tras una columna.
Al rato de estar ahí como verdaderos beatos apareció un joven con un chaleco chilote, se nos acercó sonriente...me parecía un siglo que no veía una sonrisa .- Acompáñenme, hermanos-. Y lo acompañamos, lo seguimos a una puertita, chica, de madera, nos metimos dentro y nos encontramos frente a una escalera caracol de madera con un soporte central que subía al campanario.
Por un momento me olvide de Ana, los milícos y el peligro para agradecer internamente el poder admirar esa estructura, ese esqueleto de la torre que tantas veces admiré, pero como todas mis divagaciones en esos días el encanto desapareció cuando empezamos a subirla, aparte que se movía crujía en cada paso quejándose de ser molestada. Cuando llegamos arriba miramos Santiago, desde esa torre se tenía una vista arrolladora, Santiago parecía en guerra. El silencio fue interrumpido por el joven .- ¡Mireya, Marcelo, yo soy Alberto, el cura. Bienvenidos a su casa!.- El hombre lo dijo con tal entusiasmo que tenía un cierto toque histriónico, jovial y nervioso...Con Ana movimos la cabeza en silencio, sin apartar los ojos y ella buscó mi mano. Ese día y por muchos días, perdí mi identidad para convertirme en Marcelo.
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